El responsable del café

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(Mahón, isla de Menorca,1970). Desde muy joven he venido ejerciendo el columnismo y la crítica literaria en numerosos medios, obteniendo en 1994 el premio Mateo Seguí Puntas de periodismo. Actualmente soy colaborador de la revista Librújula (Premio Nacional al Fomento de la Lectura, 2023). Poeta oculto, como narrador he publicado las novelas "En algún lugar te espero" (accésit del Premio Gabriel Sijé, 2000. Reeditada en ebook en 2020, Amazon), "Hospital Cínico" (2013) y "Summertime blues" (finalista del premio Ateneo-Ciudad de Valladolid, 2019); y los libros de relatos "Las espigas de la imprudencia" (Bcn, 2003) , "Domingos buscando el mar" (Premio Café Món de Narrativa, 2007) y "Sopa de fauno" (2017). He obtenido un puñado de premios y menciones en certámenes nacionales de cuento y algunos de mis relatos figuran en varias antologías. Desde 2002 vivo y escribo en Hospitalet de Llobregat.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Kafka tiene los ojos tristes


Kafka a los 27 años
            Como la mayor parte de la gente, lo primero que leí de Kafka fue “La metamorfosis”, hará unos veintitantos años. Tras el boinder de casa, el otoño isleño comenzaba a teñir los campos con el óxido caduco de la estación. Recuerdo aquellas tardes lentas, palpitantes de relojes, ansiosas de primeras lluvias, que un amor imposible había contribuido a llenar de una vaga melancolía. Pero el libro que me descubrió realmente a Kafka aquel otoño juvenil fue “Frank Kafka. Imágenes de su vida” de Klaus Wagenbach, uno de los mayores expertos mundiales en la obra del autor de Praga. La edición, una verdadera joya bibliográfica, la había sacado Círculo de Lectores en 1988 y más que una biografía al uso se trataba de una magnífica obra iconográfica, un gran álbum familiar y personal con más de 500 fotos de época, no sólo de Kafka sino también de sus amigos, de las personas que lo trataron, de las mujeres que amó, de los lugares que visitó, de los senderos que frecuentó o las veredas de ríos en cuyas orillas se sentó, de las casas en que vivió y los edificios en que trabajó, de sus manuscritos y ediciones, de la vida cotidiana -industrial y rural- de la Praga de su tiempo. El recorrido (personal, social e histórico) era tan espectacular que en sus páginas no faltaba el más mínimo detalle referente al autor o a su entorno. Y era de tal modo así que al acabar el libro uno tenía la rara sensación de haber conocido en persona al propio Kafka, de haber vivido por unos días junto a él y los suyos logrando descodificar muchos de los secretos de su obra, y de haber emprendido al mismo tiempo un fantástico viaje a través de los frondosos bosques, los largos puentes y las serpenteantes calles del viejo Reino de Bohemia.
            En realidad, como todos los autores complejos, Kafka únicamente ambicionaba una vida normal, pero su incapacidad para lograrlo y la aparición de la tuberculosis a los 34 años malograron ese deseo. El escritor no pudo ni supo llevar a cabo cuanto se esperaba de él, todo un Doctor en Derecho, único varón de una acomodada familia de comerciantes judíos. Las aspiraciones sociales de los Kafka toparon con aquel hijo extraño que se empeñaba en escribir y a quien el padre tildaba frecuentemente como el tonto de la familia. Esto produjo en su espíritu frágil una frustración palpable en todas sus obras. El final casi feliz de “La metamorfosis” es muy significativo a este respecto, cuando la familia de Gregorio Samsa, apenas triste por la muerte de éste, pone todas sus esperanzas en la hija. En realidad Kafka no hacía sino retratarse a sí mismo. De igual manera ocurrió en su vida sentimental. El autor estuvo prometido varias veces con la misma mujer, pero en el fondo sabía que la enfermedad hacía imposible la tentativa matrimonial y rompía una y otra vez el compromiso mientras sus tres hermanas se iban casando. Por tanto, todo en la vida de Kafka (y de un modo especial en su obra) es una lucha contra el engranaje hostil en que el ser humano se ve atrapado, aunque otros han pretendido ver también una terrible anticipación de la locura nazi (después de todo, sus tres hermanas fueron asesinadas en Auschwitz años después de su muerte). 
            En una carta a su eterna prometida, Felice Bauer, Frank Kafka se refiere a sus propios ojos como los de un demente, aunque se justifica aludiendo al deslumbramiento del fogonazo de magnesio. En muchas de esas fotografías sepia es frecuente ver a Kafka sonriendo, dueño de una peculiar ironía que se asoma constantemente en sus obras, aunque sus ojos destilen la tristeza del enfermo y del incomprendido. Él fue las dos cosas, no sé en qué orden, aunque eso es lo de menos. Como su contemporáneo Pessoa, llevó una vida irrelevante de oficinista y fue un escritor poco menos que secreto aunque, a diferencia del poeta luso, Kafka publicó algunos libros y, contrariamente a lo que algunos creen, fue una persona bastante sociable. No obstante no logró nunca que el muro de libros del que hablaba Canetti se transformara en puente hacia los otros. Pronto advirtió que, en realidad, nadie le comprendía. Y eso incluía a su familia y a su novia Felice, mujer sencilla y convencional, deseosa de matrimonio e hijos. Ni tan siquiera su más íntimo amigo, el también escritor Max Brod (que durante años fue la referencia más directa para indagar en el mundo kafkiano), logró penetrar completamente en el complejo andamiaje psicológico del autor de La condena.
            Según algunos de los más reputados estudiosos de Kafka, sólo hubo en su vida una persona que consiguió entender de una manera íntima y plena los mil recovecos oscuros del alma atormentada del escritor: su traductora al checo, Milena Jesenská.
            Milena vivía en Viena y era una mujer fascinante, inteligente y avanzada a su tiempo, de la que Kafka quedó prendado al instante. De entrada resultaba un amor imposible, puesto que Milena no era judía y estaba casada. Aún así su affaire, con algunos breves encuentros furtivos, duró unos dos años y generó una de las obras epistolares más bellas de la historia de la literatura, las inolvidables “Cartas a Milena”, que leí también por esa época.                      
            En mi opinión hubo una segunda persona que logró entender muy bien a Kafka y de la que, en cambio, se ha hablado y escrito muy poco. Se trata de la última compañera sentimental del escritor, Dora Diamant, la mujer que estuvo a su lado, cuidándolo, en las postrimerías de su vida. Durante muchos años apenas se supo nada de ella. Circe publicó no hace mucho una biografía sobre Dora que esclarecía en parte el misterio de su silencio.
            Respecto a su prosa, no puede decirse que Kafka fuera un estilista. Su estilo es generalmente embarullado, y en ocasiones abrupto. Tampoco era un escritor de gran facilidad. Una y otra vez, como atestiguan sus cartas, abandonaba el manuscrito en que trabajaba y volvía a él más tarde, lleno de dudas y prejuicios. A Kafka, en realidad, la forma no le importaba demasiado, puesto que para él lo esencial era el contenido. Este podía rondarle en la cabeza meses o años, hasta hacerse obsesivo. Escribía en cuadernos escolares, que llenaba de notas y dibujos, generalmente de noche.
            Kafka fue en vida un autor sin éxito. Muchas de sus primeras ediciones, siempre de tirada reducida, tardaron años en agotarse. Del deseo de que a su muerte destruyeran todos sus manuscritos (algo que Brod, su albacea, no cumplió, salvando así obras imprescindibles como “El Proceso”, “América” o “El castillo”) nació el mito del desinterés de Kafka por publicar sus obras. Existen pruebas de que no fue realmente así, aunque su caprichosa leyenda quiso hacernos creer lo contrario.
            En cuanto a aquel lejano otoño de desamores, acabó pasando igual que un sarampión molesto. Se quedaron los libros, aquellos en los que hoy vamos leyendo nuestra propia vida, y desde entonces Kafka ha vivido conmigo, entre la corte de fantasmas que puebla mi biblioteca. Allí, desde el balcón suicida de las fotografías, sus ojos me siguen mirando. Pero he dejado de preguntarme ya por su tristeza, porque hoy sé bien que se trata de la añeja y dulce pena de quien hizo del absurdo su poética y su fe, logrando descifrar el código mismo de la existencia.