El responsable del café

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Nací en Mahón, isla de Menorca, en 1970. Estudié Delineación y Geografía e Historia, pero ejercí durante años multitud de empleos del más variado pelaje. También frecuenté desde muy joven los ambientes teatrales y culturales de mi isla natal, desempeñándome como actor, cantante lírico, locutor de radio y articulista de prensa. Desde entonces he venido ejerciendo el columnismo y la crítica literaria en numerosos medios, obteniendo en 1994 el premio Mateo Seguí Puntas de periodismo. Poeta oculto, como narrador he publicado las novelas "En algún lugar te espero" (accésit del Premio Gabriel Sijé, 2000. Reeditada en ebook en 2020, Amazon), "Hospital Cínico" (2013) y "Summertime blues" (finalista del premio Ateneo-Ciudad de Valladolid, 2019); y los libros de relatos "Las espigas de la imprudencia" (Bcn, 2003) , "Domingos buscando el mar" (Premio Café Món de Narrativa, 2007) y "Sopa de fauno" (2017). Cuento además con un puñado de premios y menciones en certámenes nacionales de cuento (Revista Mujer 21, El Fungible, Casa de Andalucía, Francisco Candel, Internacional Max Aub, etc.) y algunos de mis relatos figuran en varias antologías. Desde 2002 vivo y escribo en Hospitalet de Llobregat.

lunes, 30 de enero de 2023

La vida según Stoner

 

Que el mundo literario está sembrado de errores y despistes es un hecho constatado, y el caso de Stoner vendría a confirmarlo una vez más. Cuando la novela de John E. Williams se reeditó en 2000 en EEUU, después de 35 años ignorada, The New York Times afirmó categóricamente: Stoner es algo más que una gran novela. Es una novela perfecta. No tardaron en salir voces acreditadas de grandes autores alabándola efusivamente y preguntándose cómo era posible que una obra maestra como aquella hubiera pasado inadvertida en su momento. Pero así fue: cuando Stoner, la tercera novela de un desconocido John Williams apareció en 1965, apenas obtuvo reseñas y sus ventas escasamente alcanzaron los 2000 ejemplares. Pronto fue olvidada y su autor tardó siete años en publicar una nueva obra (Augustus, 1972) por la que, contra todo pronóstico, ganó el prestigioso National Book Award, aunque el escritor siguió siendo un autor sin lectores, un autor de culto para unos pocos y oculto para la gran mayoría. La cosa empezó a cambiar cuando la autora francesa Anna Gavalda habló de las excelencias de Stoner en una entrevista. Tito Expósito, editor de la pequeña y modesta editorial canaria Baile del Sol leyó dicha entrevista y, dada su admiración por Gavalda, se sintió intrigado. Buscó Stoner, jamás traducida en castellano hasta entonces, pero nadie en España había oído hablar de un tal John Willians (no confundir con el compositor de películas ni con el guitarrista clásico). Con su editorial a punto de echar el cierre, reuniendo algunos ahorros de sus socios de negocio, compró los derechos de la novela y lo apostó todo a una carta. La novela se editó por primera vez en español en 2010, pasando sin pena ni gloria los primeros meses. Sin embargo, cuando aparecieron en ABC los elogios de Rodrigo Fresán y acto seguido los de Vila Matas en El País, se produjo uno de esos milagros que de vez en cuando se dan en la literatura: el libro despegó aceleradamente, se activó el boca-oreja, fue creciendo la sorpresa y la fascinación de los lectores, y Stoner pasó a tener numerosas ediciones y varias reimpresiones, con 20.000 ejemplares vendidos, algo que salvó las cuentas de la pequeña editorial y puso de manifiesto (una vez más) la miopía y estulticia de los grandes grupos editoriales. Gavalda, por su parte, lo tradujo al francés en 2011 y el éxito fue tan arrollador que se produjo una especie de “efecto llamada” en EEUU donde, viendo el éxito que tenía en Europa, vendió más de 150.000 ejemplares en poco tiempo. Mientras en España no ha dejado de venderse, Holanda va por los 200.000 ejemplares, Italia por los 80.000 y no cesa de traducirse, al tiempo que se asienta el prestigio de Williams (cuyas otras tres novelas se han traducido también en España o en Hispanoamérica), elevando a Stoner a la categoría de clásico de las letras norteamericanas de la segunda mitad del XX. Lamentablemente, Williams no llegó a ver este descomunal éxito tardío ni pudo llegar a imaginarlo nunca, pues falleció en 1994, siendo entonces un autor del que nadie apenas se acordaba. Ironías de la vida, el creador de ese personaje gris, abocado al anonimato y la aparente mediocridad que es William Stoner, logró zafarse de su destino silencioso y del olvido al que parecía estar destinado para transformarse en uno de los descubrimientos más sorprendentes (junto al de Lucia Berlin) de la literatura norteamericana del último medio siglo. Un nuevo Nabokov. 


No pocos lectores en todo el mundo se han enternecido con este profesor  de universidad aparentemente fracasado (pero consciente de su fracaso), quizá porque no podemos evitar sentirnos íntimamente reflejados. En última instancia, fracasados somos todos y lo prueba nuestra actual incapacidad para superar la frustración. Nos enseñaron a triunfar, no a ser los segundos, cuando la enseñanza debería mostrar a la sociedad cómo encajar el fracaso. Y en este sentido, el rígido estoicismo que gobierna la vida de Stoner lo transforma en realidad en un triunfador, porque el que triunfa es el que sobrevive y no el que gana. Pero como los grandes libros, Stoner nos dice más. Nos dice algo que nunca deberíamos olvidar: que la cultura no nos va a salvar de la mediocridad (sólo nos hará conscientes de ella, que puede ser incluso peor).

Stoner es también una novela que nos habla todo el rato de la renuncia de los sueños. En este sentido es una historia profundamente triste, desoladora y a ratos pesimista. Quizá aquí cabría hacerle al libro el único reparo: su falta de humor, tan característico en algunos grandes autores americanos contemporáneos de Williams. Escrita en un estilo clásico, sin experimentalismos ni digresiones inútiles, todo en la prosa de Williams  fluye con pasmosa y aparente sencillez, lo que viene a retomar la idea del “nuevo Nabokov”: el resultado de una depuración estilística a la altura de muy pocos.

Estamos ante una novela “de personaje”, donde aparentemente no ocurre nada y ocurre todo: ocurre la vida misma, ni más ni menos. El resultado final es sublime, extraordinario, un absoluto milagro creativo.

lunes, 21 de septiembre de 2020

La modestia de la herrumbre


Elías Prieto, conocido en el mundo literario como Elías Gorostiaga (Valencia de don Juan, León, 1963) es un poeta y narrador afincando en Hospitalet de Llobregat desde hace décadas. Aunque publicó su primer poemario con veinte años, posteriormente ha ido desarrollando su obra sin prisas, dando a la imprenta otros dos libros (un nuevo poemario y un libro de relatos) y participando en algunas antologías. Bendecido con el Premio Internacional de poesía Diario Jaén, acaba de aparecer su nuevo trabajo poético, Cuerdas de plata, un libro madurado en la firme rama de la experiencia y la lectura, en el reposo y la observación, en el desbrozamiento del recuerdo y el silbo de la nostalgia. Son sólo diez poemas, la mayoría de cierta extensión, todos ellos de métrica libre y anudados unos a otros por una musicalidad interna que arrastra al lector hasta el último verso, una especie de plegaria telúrica que rubrica el conjunto. Con un lenguaje sobrio ("creía en la fe de los árboles muertos”), el poeta rememora fragmentos de una infancia en gris, tardofranquista, rural, asfixiada entre supersticiones y miedo, de sábanas frías y dioses malvados (“… nunca tuve frío ni hambre,/miedo sí, pero el miedo nunca se va,/se acerca más o se aleja, pero siempre está ahí”.). También está el lamento del que se marcha y regresa, del que no se reconoce, del que añora lejanos días que ya no existen y los reconstruye a su modo. La aceptación amarga del paso del tiempo, las cuerdas de plata de ancianas mañanas que ya nadie pulsa. Tiene este libro ecos del primer Llamazares, de Gamoneda, de algunos poetas beats y, entre versos, explícitas referencias literarias a autores de formación dispares.

Cuerdas de plata se lee de una sentada, sin respirar. Y hay en él verdad, biografía y fantasmas. Gorostiaga es un poeta que merece amplio crédito, como lo merece cualquiera que se atreva a hablarnos de “la modestia de la herrumbre” (pág. 18).  

 

jueves, 9 de julio de 2020

En algún lugar te espero

Hace exactamente veinte años, en enero de 2000, apareció editada mi primera obra, la novela corta "En algún lugar te espero", que obtuvo el accésit del Premio Gabriel Sijé, entonces patrocinado por la Caja de Ahorros del Mediterráneo. Como suele suceder en los premios de esta naturaleza, la edición (realizada por la misma entidad) resultó bastante nefasta y su condición de no venal impidió su normal distribución. Fue, pues, un debut silencioso. Ahora, revisada para la ocasión, está a disposición del lector interesado en versión ebook kindle en Amazon, por 2,70 €.
La novela, con los posibles defectos de toda primera obra, mantiene sin embargo la frescura y el ritmo impetuoso del narrador que uno fue a los treinta años. Porque si es cierto que el tiempo otorga técnica y oficio al escritor, también es verdad que aquella frescura desenfadada se va perdiendo por el camino. 

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viernes, 22 de mayo de 2020

Leer la lectura

Por su calidad y clarividencia, reproduzco aquí el texto que el poeta Álex Chico escribió con motivo de la presentación en Barcelona de "Libros dedicados".
 
 
Leer la lectura
Firmando en la presentación del libro en Menorca.
 

Advertiré, ya desde el inicio, lo que puede ser un buen reclamo para que esta obra se lea: Libros dedicados habla de mí, de nosotros. Es decir, habla de todos aquellos que en un momento de sus vidas decidieron ligar su identidad a la literatura. Me parece que no existe mejor carta de presentación para un libro que esta, porque no hay mayor cualidad en un autor que la de ser capaz de interpelar al lector y que ese lector lo considere un libro propio porque en él se encuentra su biografía. Una biografía que, seguramente, no coincide con la biografía del autor, y sin embargo logramos encontrar puntos concomitantes y salvajes que solo el arte consigue producir.

Diego Prado lee la lectura. Así es, una redundancia que me ha rondado durante todo el libro y que, una vez concluido, seguía en mí. Lee la lectura porque Libros dedicados no es únicamente un compendio de artículos sobre otros autores, sino lo que le motivó a esas lecturas, sus circunstancias mientras ejercía de lector, los caminos azarosos, con ese azar provocado que ha tenido que suceder para que tuviera un libro entre las manos. Para alguien que, como yo, apuesta por un ensayo distinto, más cercano a la biografía o a la novela que al mero academicismo, estos libros me alegran y me entusiasman. Por un motivo: porque no se trata de un ejercicio de datos numéricos y olvidables, sino una apuesta por superponer planos: Diego Prado no habla de Virginia Woolf o de Bolaño o de Cunqueiro. O no solo eso. Nos explica quién fue mientras los leía, qué ha quedado de ellos pasado el tiempo, como si las lecturas en diferentes momentos de nuestras vidas nos advirtieran sobre cómo hemos cambiado. Leer un mismo libro en dos épocas distintas es también confrontar lo que somos con lo que hemos sido. Lo que esperábamos con lo que ya no podrá ocurrir de forma alguna.
Libros dedicados es algo más. Es también una apuesta y una declaración de intenciones. O dicho de otra manera: es un canto de amor a la literatura. Un amor que tiene, por una parte, algo reivindicativo, en su apuesta por una literatura híbrida, heterodoxa, y por tanto no mercantil. Es decir, una literatura cercana a los puestos de libros del mercado de Sant Antoni y alejada de los códigos de barra de Amazon. Los libros no son un producto, nos enseña Prado, sino un objeto valioso cuyo recuerdo, como el de una persona estimada, nunca muere. Por otra parte, es un canto de amor a la literatura porque nos incentiva a la lectura. Diré algo, si se me permite la comparación: mientras leía este libro, tenía el mismo ímpetu que imagino en un toro a punto de saltar a una plaza o el de un niño que quiere salir al recreo. En mi caso, esa plaza o ese patio de recreo eran mi propia biblioteca o una librería en la que continuar con la lectura de Delibes o Poe, para leerlos y releerlos con el mismo entusiasmo con el que escribe Diego Prado sobre ellos. Con un acierto más, a modo de vuelta de tuerca: me permitía acercarme a autores para mí desconocidos, propuestas literarias que Prado rescata y que nos obligan, bendita obligación, a ir a buscarlos. Autores semiolvidados que centran buena parte de los textos que integran Libros dedicados. Una cara menos conocida de la historia literaria que nos pone en la pista del porqué de un canon o de los compendios caprichosos, ese tipo de listados que tienen más de ausencias que de presencias incuestionables.

Libros dedicados, en fin, es una historia sobre cómo construir historias. O una lectura que encierra múltiples lecturas y planos, como una vieja leyenda de Bécquer. Unos textos escritos con el rigor del lector que acumula varios libros a sus espaldas, pero sobre todo con la emoción del que se sabe poseedor de un universo único. Con un tono adecuado para cada autor, como el extenso poema en prosa al hablarnos de Comala y de Juan Rulfo. Y, por si fuera poco, acompañado de las ilustraciones de Fernando Ferro, que nos ofrecen otro prisma u otra cara de una misma moneda. Esa moneda que uno lanza al aire y se queda suspendida, como nosotros, cuando sostenemos un libro entre las manos.
Álex Chico
Barcelona, noviembre de 2019




 

 
 
 
 
 

 

jueves, 2 de abril de 2020

Lo que el mar se lleva


El mar
John Banville
Anagrama, 219 pág
 
Con el sucinto título de El mar, que obtuvo el premio Man Booker de 2005, el  irlandés John Banville alcanzó plenamente el prestigio del que goza hoy, prestigio que coronó en 2013 con el Premio Austriaco de Literatura Europea y al año siguiente con el Príncipe de Asturias de las Letras. Conocido entre los aficionados al género negro por sus novelas firmadas con el seudónimo de Benjamin Black, a Banville le precedía ya una obra literaria mayor que contaba con títulos como El libro de las pruebas, Imposturas o Los Infinitos, amén de El mar, libro del que nos ocupamos hoy.

Novela extraña, con un poder de evocación que recuerda las obras parisinas de Modiano y la fina ironía nabokoviana, El mar es una doble historia cuyos desenlaces acaban desembocando en ese mismo perpetuo mar que es el de la pérdida y el del tiempo, un mar arrastrado por una extraña marea que la serpenteante prosa de Banville mimetiza con destreza. El argumento es simple: un otoñal historiador de arte regresa al pueblo costero donde veraneaba de niño, y en el cual vivió el primer amor de su vida siendo apenas un adolescente. Su intención parece ser la de combatir el dolor por la reciente muerte de su esposa, pero también la de huir de un presente que ya no le aporta nada. Mientras rememora los últimos momentos pasados junto a su mujer, el mar se conjura para hacer regresar a otros fantasmas: los de la familia Grace, a la que pertenecía Chloe, la muchacha malcriada y caprichosa con la que un lejano verano el narrador descubrió la amistad, el amor y el despertar al dolor. En un ejercicio de inútil redención, ambas historias se entremezclarán para mostrar la larga sombra que dejan en nosotros los muertos, la incompetencia humana para asimilar las pérdidas y reconciliarse con el pasado, todo ello trazado con el ondulante ir y venir de las olas, casi las mismas de aquel intenso verano de iniciación y juventud cuyo brusco final ejerce de dramática metáfora de la vida.

viernes, 13 de diciembre de 2019

Amok o la desesperación


   Si de las muchas cualidades de la literatura de Zweig hubiera que señalar sólo una, sin duda esta sería el trazo psicológico tan certero que logra imprimir en sus personajes a través de muy pocas páginas, especialmente (aunque no solo) en los femeninos. Zweig fue, ante todo, un conocedor de almas, un rastreador de los abismos que asolan al ser humano. Así lo demostró a lo largo de su extensa obra narrativa, incluyendo sus incisivas  biografías históricas y sus ensayos. Como muy pocos (y pienso ahora en Chejov, por ejemplo), Zweig poseía la capacidad de penetrar en el subconsciente humano para mostrarnos al desnudo sus miedos, flaquezas y obsesiones. En este sentido, la obra del autor vienés ha mantenido una actualidad y un interés sólo comparable al que siguen suscitando Joseph  Roth, Kafka, Mann y otros muy pocos autores de su tiempo.
Amok. Stefan Zweig.
Acantilado, 222 pág.

   Además de sus conocidas novelas, Zweig dejó valiosas narraciones breves entre las que sobresale siempre Amok. Historia de una obsesión y de un delirio, Zweig pone en ella lo mejor de su talento para ofrecernos una vez más un brillante ejemplo de la fragilidad (física y psicológica) del hombre contemporáneo enfrentado a los riscos pedregosos de la razón. El volumen publicado por Acantilado (¿quién si no?) y primorosamente traducido por Joan Fontcuberta, se completa con otras seis sugestivas narraciones: Historia de un ocaso, La cruz, Un vago, La calle del claro de luna, Leporella y Episodio en el lago Leman. En todas ellas figuran personajes extraños, derrotados y desnortados, absortos en sus pasiones y en sus miserias, que Zweig impregna de humanidad y de mezquindad como quien abre un muestrario de seres zarandeados por el azar caprichoso y volandero de la vida.

   Leer al maestro Stefan Zweig, a la par que gratificante, nos regala siempre la lucidez insobornable de uno de los autores que mejor supo entender el desvarío de una época convulsa que tanto empieza a parecerse a la nuestra.

sábado, 20 de mayo de 2017

Siempre hemos vivido en el castillo

Como suele suceder, Shirley Jackson era una desconocida entre nosostros hasta hace bien poco. Murió demasiado joven y ese manto de silencio que siempre está dispuesto a posarse como un sudario sobre la memoria de los justos, no tardó en dejar su obra cubierta igual que mueble de desván. Reivindicada
Siempre hemos vivido en el castillo
Shirley Jackson
Minúscula, 204 pág.
finalmente por maestros del terror como Stephen King, y recuperada en un volumen para la prestigiosa Library of America por Carol Oates, Jackson no ha tardado en vivir un nuevo resplandor que la ha situado justamente entre las grandes voces del gótico sureño norteamericano.
La editorial Minúscula se ha encargado en castellano de ir editando su obra: , Cuentos escogidos, La maldición de Hill House, y esta inquietante novela que nos ocupa, Siempre hemos vivido en el castillo (1962). 
Con una prosa hilvanada igual que una sutil pero tupida tela de araña, Jackson nos sumerge lentamente en un mundo lleno de traumas soterrados y grietas por donde asoma la locura. Para ello nos abre la puerta de la casa de la extraña familia Blackwood, un linaje maldito debido a un suceso truculento que sucedió en el comedor familiar seis años atrás. La historia, contada por la pequeña de la saga, la solitaria y soñadora Merricat, termina convirtiéndose en una pesadilla pegajosa y desasosegante que acaba por impregnarlo todo y que perfilará, sin mostrarlo de frente, la silueta negra del monstruo que vive en cada uno de nosotros. 
Una novela magníficamente narrada, con una cadencia que alberga los más funestos presagios, pero sin una gota de sangre ni un sólo fenómeno paranormal, y que, sin embargo, nos habla de algo que da mucho más miedo por su proximidad: las profundas tinieblas del alma humana.