El responsable del café

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(Mahón, isla de Menorca,1970). Desde muy joven he venido ejerciendo el columnismo y la crítica literaria en numerosos medios, obteniendo en 1994 el premio Mateo Seguí Puntas de periodismo. Actualmente soy colaborador de la revista Librújula (Premio Nacional al Fomento de la Lectura, 2023). Poeta oculto, como narrador he publicado las novelas "En algún lugar te espero" (accésit del Premio Gabriel Sijé, 2000. Reeditada en ebook en 2020, Amazon), "Hospital Cínico" (2013) y "Summertime blues" (finalista del premio Ateneo-Ciudad de Valladolid, 2019); y los libros de relatos "Las espigas de la imprudencia" (Bcn, 2003) , "Domingos buscando el mar" (Premio Café Món de Narrativa, 2007) y "Sopa de fauno" (2017). He obtenido un puñado de premios y menciones en certámenes nacionales de cuento y algunos de mis relatos figuran en varias antologías. Desde 2002 vivo y escribo en Hospitalet de Llobregat.

domingo, 9 de octubre de 2011

Con Gaston Leroux en Faváritx


Como muchos niños de mi generación, tuve mi etapa de lector de novelas de detectives (no me gusta la denominación, por otra parte no del todo correcta, de “policíaca”), allá por los 12 o 13 años. Al principio eran los autores clásicos y tópicos del género: Conan Doyle, Agatha Christie, etc. Pero pronto, llevado por mi curiosidad a la rareza y a los autores marginados, empecé a interesarme por escritores escasamente conocidos que escribieron sus obras en la época sin duda dorada de la novela detectivesca, entre fines del XIX y principios del XX. Era un tipo de novela muy distinta a la policíaca actual, pues la acción solía aparecer relegada a un segundo plano en beneficio del misterio y de la reflexión deductiva. Algunos estudiosos dieron en llamarla “novela problema”, pues su estructura siempre seguía el mismo patrón: presentar un problema criminal, aparentemente sin solución, e ir desentrañándolo paso a paso hasta la solución final, generalmente inesperada. En realidad los antecedentes hay que rastrearlos ya en Poe, el gran maestro, y en Wilkie Collins. El primero, que llegó a Francia póstumamente a través de su obra poética -avalada por Baudelaire-, influyó poderosamente en algunos escritores no ingleses (que aunque lo parezca no tenían la exclusiva). Autores como los franceses Gaston Leroux, Emilie Gaboriau o Maurice Leblanc cogieron el testigo del gran Poe y explotaron la novela folletinesca de misterio que, dada su naturaleza por entregas, les obligaba a cerrar cada capítulo en un in crecendo de intriga para enganche del público, lo que a la postre se convirtió en una de las características propias de este género generalmente ligado a lo decimonónico. Calles brumosas, alumbradas con luz de gas; lluvia en los cristales, sombreros hongo, bastones que escondían a veces defensivos cuchillos, bigotes afilados, damas misteriosas cubiertas con velos oscuros, carruajes... Todo un adrezo ya clásico para un estilo muy concreto que se desnaturaliza entrando el siglo XX en la novela negra, donde la deducción pierde fuelle para otorgarle más protagonismo a la acción y a lo sórdido.Gaston Leroux
            A mis 12 años leí “El misterio del cuarto amarillo” de Leroux en aquella inolvidable y lujosa colección llamada “Tus libros” de la entonces conocida como Ediciones Generales Anaya, acompañada de las magníficas ilustraciones de la edición original de 1907. Por esos años aquel autor era escasamente conocido en España y sus libros imposibles de encontrar, casi igual que hoy (Anaya publicó posteriormente “El perfume de la dama de negro”, continuación de la primera). Hombre con cara de notario provinciano, armado con unos quevedos que se deslizaban en el tobogán de su gran nariz burguesa, había nacido en París en 1868 y vivió su infancia en Normandía. Fue periodista hasta que pudo dejar los rotativos para dedicarse sólo a la literatura. Murió tempranamente, en 1927, y su fama se apagó con la misma rapidez con la que le llegó. Su obra está centrada en la novela de detectives y en la de terror, pero subyace en ella un fondo social crítico, sin duda originado por su mirada periodística. Hoy día se le sigue recordando únicamente por la novela “El fantasma de la ópera” (de 1910, falsamente interpretada como historia de terror y que en realidad trata del amor idealizado e imposible y del rechazo que despiertan en los demás los seres diferentes), obra que superó con mucho la fama de su autor. Pero también escribió otros memorables libros como “La muñeca sangrienta”, “La máquina de asesinar” o el ciclo de novelas protagonizadas por el prófugo Caro- Bibi. “El misterio del cuarto amarillo”, probablemente la mejor de sus obras y un clásico dentro de la aún mal conocida literatura decimonónica de detectives, fue la primera entrega de una serie de ocho novelas protagonizadas por un jovencísimo periodista, Josep Rouletabille, con un desarrollado sentido para la deducción. Con este personaje, Leroux pretendió emular las gestas de los muy populares Sherlock Holmes o Dupin y puso ya toda la carne en el asador en aquella primera novela. En realidad, “El misterio del cuarto amarillo” es una particular vuelta de tuerca a “Los crímenes de la Calle Morgue” de Poe, porque el problema planteado es similar (en una habitación cerrada a cal y canto se comete un crimen y es necesario saber cómo pudo entrar el asesino y huir sin ser visto), sólo que Leroux limita el espacio de una amplia sala a un pequeño dormitorio. Con ello el francés intentó llevar al límite un misterio que se consideraba imposible de resolver y cuyo desenlace posee menos fantasía que el relato de Poe pero, por contra, está más cercano a la resolución lógica. No en vano Leroux debió estar años dándole vueltas al tema del famoso caso de la Rue Morgue.
            Para mí Gaston Leroux y “El misterio del cuarto amarillo” siempre estarán ligados a los desolados parajes de Faváritx, donde íbamos los domingos de invierno a torrar sobrasada y chuletas mientras mi padre pescaba. El libro, como una mascota silenciosa, venía conmigo, acompañándome en aquellas jornadas festivas para entretener la soledad de aquel paisaje brumoso y lunar donde el faro mostraba su erguida exclamación de luz. Faváritx, con su yermo silencio y su fin del mundo asomando, siempre me pareció la versión salitre y menorquina del gris páramo de Haworth desde el que las pálidas Hermanas Brontë imaginaron sus obras entre los silbidos enloquecidos del aire. En sus peñascos cariados iba Rouletabille en busca del escurridizo asesino, un criminal listo y de guante blanco, capaz de entrar en un cuarto cerrado por dentro, de ventana enrejada e impracticable, como si todo él fuese una tramontana melancólica como la que asolaba Favárixt. Aquel libro me acompañó por las pesqueras y las calas, por los altos acantilados donde empezaba la terra incógnita, cuando Menorca era para mí todo el mundo conocido, un universo portátil con olor a sobrasada frita y salmuera.

Favàritx, siempre aguardando

            Cada vez que retorno a Favárixt, donde el demonio del tiempo sostiene en el cáliz del faro su cetro inmóvil, gulusmeo el aire en busca de ese olor de brasas y erosión en que se cifró la felicidad de la infancia. Lejos, perdidos ya los domingos, abro las hojas amarillentas de “El misterio del cuarto amarillo” y casi como si fueran un mapa de regreso a lo perdido, vuelvo a reconocer el perfume del mar de la isla en sus páginas de hojaldre, los restos dactilares del otro que fui un día, el peso inaudito de los años. Leroux, seguramente, sigue dando vueltas por aquellos cerros, oteando el horizonte y buscando a las hermanas Brontë, hecho todo él un oleaje de palabras que el eco de las piedras guarda para siempre como la oración eterna del viento.