Baste un ejemplo curioso (aunque el mundo de la literatura está lleno de ellos). En sus comienzos, Francisco Umbral no tenía mucho éxito en los certámenes de novela. “Balada de gamberros”, su primera novela, sólo logró ser finalista del premio Guipúzcoa de novela corta. Y su primera novela importante, “Travesía de Madrid” quedó finalista de la primera convocatoria del Premio Alfaguara. Perdió ante el periodista leonés Jesús Torbado, que se lo llevó por su primera novela “Las corrupciones” (1965). Umbral, sobrado ya entonces de ego y convencido de su gran talento, se lo tomó fatal, máxime cuando supo que el entonces desconocido Torbado era un pipiolo de 22 años. Tal fue el golpe recibido en la línea de flotación de su vanidad que pilló una neurosis nerviosa, con mareos y jaquecas, y durante el año siguiente apenas escribió. Y, por cierto, no recibiría un premio de novela (el Nadal) hasta 1975. Pero la cosa no acaba aquí. Cuando Umbral ya era famoso y había obtenido por parte de la crítica ese sobado título de “el mejor prosista en lengua castellana del siglo”, aún hubo de pasar por otra humillación: quedar finalista del Planeta en 1985 frente a un escritor más bien mediocre (el psiquiatra Juan Antonio Vallejo-Nájera). Aunque no hay
constancia, Umbral no tuvo que recibir ese desaire con demasiada gracia. Jamás ganaría el Planeta (que sí ganó también, por cierto, Torbado en 1976). Pero entre los méritos que hay que reconocerle a Umbral (y no son pocos) estaría también el de la constancia y la fe ciega en su obra. Umbral continuó, contra viento y marea. Con el tiempo llegaron el Príncipe de Asturias, el Nacional de las Letras y el Cervantes, galardones que sus rivales jamás obtendrían. Aunque el personaje que creó de sí mismo era odioso, su extensa producción está ahí como ejemplo de perseverancia y confianza en sí mismo.