El responsable del café

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(Mahón, isla de Menorca,1970). Desde muy joven he venido ejerciendo el columnismo y la crítica literaria en numerosos medios, obteniendo en 1994 el premio Mateo Seguí Puntas de periodismo. Actualmente soy colaborador de la revista Librújula (Premio Nacional al Fomento de la Lectura, 2023). Poeta oculto, como narrador he publicado las novelas "En algún lugar te espero" (accésit del Premio Gabriel Sijé, 2000. Reeditada en ebook en 2020, Amazon), "Hospital Cínico" (2013) y "Summertime blues" (finalista del premio Ateneo-Ciudad de Valladolid, 2019); y los libros de relatos "Las espigas de la imprudencia" (Bcn, 2003) , "Domingos buscando el mar" (Premio Café Món de Narrativa, 2007) y "Sopa de fauno" (2017). En el año 2019 apareció el recopilatorio de artículos sobre literatura "Libros dedicados". He obtenido un puñado de premios y menciones en certámenes nacionales de cuento y algunos de mis relatos figuran en varias antologías. Desde 2002 vivo y escribo en Hospitalet de Llobregat.

lunes, 27 de enero de 2014

Regreso a los orígenes




"La estrategia del koala". Candaya, 238 pág.
            Roas, curtido como autor de cuento y microrrelato, amén de antólogo y ensayista sobre el fenómeno de la literatura fantástica, únicamente había editado en 1996 un texto de narrativa lo suficientemente extenso como para ganarse la denominación -siempre discutida- de novela corta. Tras varios libros de relatos que le han situado en un lugar destacado del nuevo cuento español (Premio Setenil mediante), Roas ha publicado esta esperada novela de sospechoso título. Sospechoso porque, viniendo de él, no podía tratarse de una novela al uso, ni desde luego de una novela realista. ¿Es La Estrategia del Koala una verdadera novela? Lo es, pero también se trata de un libro de viajes, de una road movie a la gallega, de un libro gastronómico, de un anecdotario familiar, de una recopilación de cuentos y leyendas, de un tratado de sociología rural, de un texto de humor surrealista. Y de un libro con múltiples guiños a las canciones, películas y libros que a Roas le gustan, todo ello bajo la alargada sombra de Cunqueiro y Fernández Flores, los fabuladores gallegos por antonomasia.




           Marcos Fontana es un escritor en horas bajas que acepta el encargo de escribir un libro sobre los faros de Galicia. De madre gallega (como el propio Roas), se lanza para ello a un recorrido en coche que ha de llevarle desde el Cabo de Estaca de Bares a Fisterra, atravesando la siempre enfurecida costa gallega. Este espacio acotado es, en realidad, el paisaje de su niñez, de sus veranos en el pueblecito de Ares, su Galicia a escala, puesto que el resto del territorio no le interesa. Y, como no puede ser de otra forma, no tardan en aparecer los recuerdos, a veces en forma de molestos fantasmas. Con ello, en el fondo, David Roas realiza un ejercicio de regresión a los territorios de su propia infancia, mostrándonos una Galicia que sólo existe en su memoria y en su alucinada visión de adulto proclive al lado fantástico. Pocos lugares más fértiles para ello que esta tierra labrada por historias de brujas y aparecidos, por las leyendas célticas y las supersticiones más acendradas.
            A pesar de todo ello, la novela de Roas no es un canto complaciente a la tierra de sus ancestros maternos, aunque sí sea una peculiar declaración de amor. El autor, por boca de su alter ego Fontana, no puede entender algunas de las costumbres de sus habitantes, su incapacidad para la queja (el gallego no protesta, emigra), la forma en que el PP ha envilecido las vidas de muchos durante décadas, comprando su lealtad a golpe de subvenciones incluso en el mismo pueblo que sufrió el chapapote del “Prestige”. Pero la mirada crítica se torna agridulce cuando el protagonista se enfrenta con el recuerdo de su abuelo franquista y se reabren las viejas heridas de la Guerra Civil, una contienda fraticida que en Galicia duró únicamente unos meses.
            La estrategia del Koala es una guía disparatada de Galicia, una tierra abonada por el realismo mágico, y al mismo tiempo un ajuste de cuentas con el pasado del narrador, tan parecido al del autor, donde David Roas aliña la realidad y la ficción a su antojo, quizá porque, como ya nos enseñó Cervantes, ese es el modo más certero de retratar este país nuestro, esta historia común que llevamos a cuestas para bien y para mal.

miércoles, 8 de enero de 2014

Tocado y hundido


"Liquidación". Iván Reguera. Sloper, 2013. 323 pág.

El premio literario Café Món ha llegado a su décimo aniversario respetando las premisas con las que nació. A su acendrada voluntad transgresora, y a su apuesta por autores que difícilmente habrían sido acogidos en una editorial convencional, se le ha unido siempre el interés por una literatura insertada en la actualidad. Y pocas obras están más tristemente cercanas al pulso actual que la nueva novela ganadora, “Liquidación” del bilbaíno Iván Reguera, un descenso sin red al albañal donde la pútrida sociedad del “bienestar” ha ido defecando todo aquello que le estorbaba. Desde el propio y conciso título, la novela anticipa ya la extinción de un mundo que hasta no mucho fue el nuestro, un mundo complacido y amodorrado, expoliado salvajemente por una horda de caníbales a los que votamos previamente en las urnas. La nostalgia de lo perdido, el recuerdo de un tiempo donde la belleza y el arte aún significaban algo, ponen de manifiesto la desoladora realidad que nos envuelve, una realidad de profesionales sin trabajo, de jóvenes sin esperanza, de masa anestesiada ante pantallas planas y sucedáneos de felicidad.
            Luis Dédalo es un veterano y descreído crítico de cine que conoció la época dorada del séptimo arte y que, entre hastío y extrañeza, se ve arrinconado por las nuevas tecnologías hasta perder su trabajo en un periódico, al que ya no le basta el conocimiento cinematográfico de su empleado. Abriéndose paso entre la galopante mediocridad que le rodea, el reseñista se erigirá involuntariamente en la voz crítica de un estado que no puede sino ir a peor. Con la ofensa a cuestas pero con la lucidez cínica suficiente para mantenerle la dignidad intacta, Dédado asistirá a su hundimiento progresivo (que es el hundimiento colectivo de toda una sociedad) mientras va componiendo la arcada simbólica de nuestro presente. El cine de los grandes tiempos será no pocas veces su refugio, su regreso a la oscuridad liberadora de un mundo mejor, la reivindicación del derecho de soñar. Pocos amigos (un productor de TV, un segurata, una prostituta) palian apenas su soledad de hombre a la deriva.
            “Liquidación”, escrita con sencillez y sin rodeos, es una de las radiografías literarias más certeras y directas que se han hecho hasta ahora del mal de nuestros días, una ecografía de la carcoma que tragamos a diario, del asco y de la desesperanza. Un libro necesario.      

domingo, 10 de noviembre de 2013

No todo es cuento




Quizá con demasiada frecuencia el cuento suele definirse en términos meramente cuantitativos, de modo que a cualquier breve fragmento narrativo se le atribuya la denominación errónea de “cuento”. Por este motivo el que suscribe debe ponerle un serio reparo a la afirmación de “Doce cuentos Iberoamericanos” que aparece en la portada de este libro, puesto que la mayoría de las obras recogidas en esta antología editada y prologada por Jorge Carrión deberían ser consideradas como narrativa breve a secas. Alguien podría pensar, no sin razón, que cuento y narrativa breve son una misma cosa, ya que lo segundo no excluye lo primero y, en efecto, se suelen confundir repetidamente. No obstante el cuento ha de gozar de una clara intención de unidad y de un final cristalizador de esa unidad, por usar las palabras del maestro Padrós de Palacios. La narración breve, en cambio, es un texto corto que puede albergar desde el simple esbozo narrativo a la reflexión íntima, desde el ejercicio descriptivo a la crónica de viaje o incluso el reportaje periodístico. Y si bien es cierto que estas doce piezas tienen la clara voluntad de narrar una historia, demasiadas de ellas no pasan de interesantes borradores para obras de mayor envergadura, relatos en general poco resueltos que se alejan de la perfección natural del cuento. La sensación que le queda a uno la mayor parte de las veces es la de estar leyendo simples fragmentos o ejercicios de narrativa. Y con ello no cuestiono el talento, más evidente en unos que en otros, de los escritores antologados, pero escribir bien no basta para contar una buena historia.
Emergencias. Doce cuentos Iberoamericanos
VVAA. Candaya, 239 pàg.
El único relato que ha logrado perturbarme ha sido “Nuestra casa” del barcelonés Àlex Oliva, un auténtico cuento por cuanto logra mantener la tensión a lo largo de la historia para desembocarla en un final conciso y espeluznante que me ha recordado algunos de los magníficos relatos del primer Martínez de Pisón. Hay otros textos interesantes, por supuesto, como el de la joven ecuatoriana Mónica Ojeda y su “Duboc, el director de escritores”, que por su originalidad argumental también resulta un digno cuento. Asimismo, relatos como “La muerte os sienta genial” de Jari Malta, “Durante el asedio” de Antonio Galimany, “Interrupción del servicio” de Tomás Sánchez Bellocchio o “Gastón Tévez o la voluntad de marcharse” de Eduardo Ruiz Sosa son historias muy bien escritas y de interesante peripecia, aunque sus finales se malogran un poco por culpa de cierta precipitación. El resto de las narraciones (firmadas por Ramón Bueno, Mariana Font, Carlos Gámez, Carolina Bruck, Yannick García y Wilmar Cabrera), aún mostrando argumentos ambiciosos y correcta prosa, no acaban de alzar el vuelo.
El cuento es un género complejo que requiere el pulso de un relojero y la habilidad de un prestidigitador. En muchos casos parte de un chispazo argumental cuyo desarrollo y cierre ha de conformar un todo sin fisuras, redondo, que se agote o acabe en sí mismo. En demasiadas ocasiones leemos historias cortas que se inician poderosamente para acabar desembocando en un gatillazo narrativo no acorde a las expectativas que nos había sugerido. Muchos novelistas de prestigio han intentado incursionar en el género, con distinta suerte, y por ello me cuesta compartir la idea de Carrión de que el cuento es “la zona de pruebas” del escritor. Cierto que da soltura y oficio, como lo da el artículo de opinión, pero nunca debería verse exclusivamente como “un gimnasio o laboratorio de futuras novelas”. Lo que tenga que venir vendrá, en efecto, pero el cuento o se hace bien o es mejor no tocarlo.  

jueves, 10 de octubre de 2013

Todos quieren un Planeta



Contrariamente a lo que pudiera parecer, la atracción del premio literario no es algo actual. Ya en 1900, el por entonces famoso concurso de cuentos de El Liberal de Madrid atrajo a 667 concursantes. El premio no era moco de pavo para la época (500 pesetas). Y ya entonces se le dio el galardón a un escritor y periodista en boga en esos años, José Nogales, autor de tercera que el tiempo se encargó de borrar, seguramente con toda justicia. El segundo premio, como hoy los finalistas de algunos certámenes famosos, fue a parar a otra personalidad literaria del momento, doña Emilia de Pardo Bazán. Entre aquellos 667 concursantes, de la mayoría de los cuales jamás sabremos, había un joven autor extravagante al que dejaron al pairo, un tal Ramón del Valle Inclán. Baste el ejemplo para comprobar la ya vieja y discutida fiabilidad de los premios.
La socarrona pluma de Clarín se regodeaba en uno de sus “paliques” ante tamaña participación en el certamen de El Liberal: “Pasma la fecundidad de nuestro pueblo para inventar mentiras”. Cada año recuerdo esta frase cuando veo la alta participación que obtiene el premio de los premios: el Planeta. 500 obras presentadas. Quinientos autores, quinientas ilusiones, quinientas botellas a un mar proceloso, ¿quinientos ingenuos? De todo hay.
No deja de resultar como mínimo curioso que el mejor dotado de los galardones literarios españoles congregue anualmente este alud de obras postulándose al éxito, máximo teniendo en cuenta que también es uno de los premios menos fiable del panorama. El Planeta no ha premiado a ningún autor desconocido u incipiente desde los primeros 70, y sólo ha arriesgado rara vez con algún que otro finalista y con algún joven autor que venía precedido por alguna obra exitosa (casos como el de De Prada o Espido Freire, de los que en ningún caso fueron los descubridores iniciales). Aún así, el Planeta y su suculenta bolsa no han perdido su poder de convocatoria. Ni un ápice.
Es hasta cierto punto comprensible que un autor de los llamados “consagrados” busque en el Planeta un retiro dorado (más incluso que el prestigio literario, ya muy cuestionado). Con el dinero de este premio, un escritor puede dejar los malabarismos garbanceros propios del gremio y dedicarse a su obra con la tranquilidad necesaria. A priori esto no debe parecernos mal, pues no se me antoja más obsceno dar 600.000 euros a una novela que millones a un tipo que corre tras un balón. Pero, ¿se premia siempre la mejor obra recibida o se premia al nombre famoso? Gran pregunta esta, en parte respondida ya en una ocasión por el viejo y astuto Lara: “si yo convoco un premio de pintura y se me presenta un Picasso, ¿a quién doy el premio?” A buen entendedor…
El Planeta, justo es decirlo, lleva años sin aportar nada realmente importante, nuevo o rompedor a la literatura española. Ni tan siquiera autores de toda solvencia e incuestionable talento como Marsé, Mendoza o el propio Cela ganaron con ninguna de sus mejores obras. En efecto, el caso se nos parece demasiado a aquella añosa convocatoria de El Liberal de hace un siglo, capaz de no discernir la calidad de un Valle Inclán en ciernes para ofrecer el premio al autor renombrado de turno. Pero luego llega el tiempo, implacable jurado, y ya sabemos cómo las gasta.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Habitación 201: la Antología.


Con autores de ambos lados del mar, ya está aquí la antología 201 en la que tengo el honor de participar junto a grandes amigos. De momento ha salido en Perú, y esperamos que llegue a España muy pronto.Los infectados soKatya Adaui, Sandro Aguilar, Baltazar Andurriales, Mario Aragón, Giselle Aronson, Luis Artigue, Luis Augusto, Belisa Bartra, Alberto Benza, Ludo Bermejo, Eduardo Berti, Sandra Bianchi, Micky Bolaños, Pablo Brescia, Carlos Calderón Fajardo, Sophie Canal, Leonardo Caparrós, Ernesto Carlín, Alberto Caturla Viladot, Miguel Antonio Chávez, Víctor Lorenzo Cinca, Patricia Colchado, Claudia Cortalezzi, Irma del Águila, Willy del Pozo, Raúl del Valle, Saúl R. Deus, Eva Díaz Riobello, José Donayre, Daniela Dozzo, Esteban Dublín, Christian Elguera, Patricia Esteban Erlés, Cecilia Eudave, Santiago Eximeno, Alina Gadea, Óscar Gallegos, Martín Gardella, Antonio Gazís, Isabel González, Wilson Gorj, José Güich, Fernando Iwasaki, Antonio Jiménez Morato, Rafael Juárez, Luisa Fernanda Lindo, Gonzalo Málaga, Alex Marín, Pablo Martín Sánchez, José María Merino, Cristian Mitelman, Manuel Moyano, Miguel Ángel Muñoz, Juan Jacinto Muñoz Rengel, Diego Muñoz Valenzuela, Alejandro Neyra, Lucía Noboa, Clara Obligado, Karl Oharak, Ángel Olgoso, Julia Otxoa, Karina Pacheco, Félix J. Palma, Diego Prado, Henry Quintanilla, Salvador Luis, Jorge Ramos Cabezas, Carlos Rengifo, Ricardo Reques, David Roas, Tahiche Rodríguez, Pilar Roselló, Hans Rothgiesser, Miguel Ruiz Effio, María Paz Ruiz Gil, Daniel Salvo, Fernando Sánchez Ortiz, Rubén Sánchez Trigos, Teresa Serván, Ana María Shua, Óscar Sipán, Ricardo Sumalavia, Juan Carlos Townsend, Tanya Tynjälä, Jorge Ureta, Jorge Valenzuela Garcés, Luisa Valenzuela, Miguel Ángel Vallejo, Rony Vásquez, Anca Visdei, Isabel Wageman, Ezequiel Wajncer, Julia Wong, Rodolfo Ybarra, Glauconar Yue, Iban Zaldua, Miguel Ángel Zapata, Julio César Zavala Vega, Lucho Zúñiga.

viernes, 30 de agosto de 2013

El otro Martín Sánchez



            El hecho está constatado: cada año aparecen un puñado de primeras novelas dispuestas a ganarse un espacio en la batalla de los escaparates. De esas obras, la mayoría firmadas por autores muy jóvenes, pocas de ellas alzan aún el vuelo, pocas alcanzan a ser algo más que una promesa todavía en agraz, balbucientes ensayos de lo que podrían llegar a ser en el futuro si continuaran con tesón e ilusión, dos ingredientes básicos que, sin embargo, muchas veces se diluyen al primer intento. Si algo me pone de mal humor al abrir una primera novela es encontrarme con una total falta de ambición literaria, con una prosa en sordina, con una grave carencia de inventiva y de escrúpulo en el estilo, como si esos escritores aún debutantes ya estuvieran agotados y se hubiesen puesto a escribir porque sí, sin demasiada voluntad. Dicho esto, hemos de afirmar ya que la primera novela de Pablo Martín Sánchez (Reus, 1977) representa todo lo contrario a lo comentado en las líneas precedentes. En efecto: tras un libro de relatos más que notable, Martín Sánchez se descuelga con un novelón de más de 600 páginas para tomar su alternativa como novelista. Esto ya es en sí mismo un reto y un peligro, pero también una muestra de vocación literaria sin medias tintas. No obstante, seguro de las posibilidades de la historia que va a contarnos, el autor presenta desde el principio unas credenciales envidiables que en pocas páginas disipan las dudas e incluso el escepticismo del más pintado.
El anarquista que se llamaba como yo.  





















          Se ha repetido en todos los medios cómo nació este libro. El escritor puso su nombre en el buscador de Google y apareció un tal Martín Sánchez ajusticiado en 1924 por una intentona anarquista prácticamente olvidada hoy día. Esto picó su curiosidad de inventor de historias y entendió que ahí había una novela: esta novela. Por tanto, el autor ha tenido que tirar de un hilo muy delgado, dada la escasa información disponible sobre su tocayo, y llevar a cabo un trabajo de documentación digno de un sabueso para esclarecer no sólo los acontecimientos que llevaron a un grupo de pobres ingenuos a querer tomar España para derrocar al dictador Primo de Rivera, sino para llenar las lagunas existentes sobre la vida de Pablo Martín Sánchez. El resultado es apabullante, pero en ningún momento un mero listado de datos históricos. El de Reus ha sabido montar con gran eficacia una trama novelesca que no se puede abandonar, y que arrastra al lector hasta el final (un final, por cierto, con sorpresa inesperada).
            En realidad, Pablo Martín Sánchez no es un personaje histórico de primera fila, y el autor, consciente de ello, tiende a novelar su vida y apoyarse más en la intrahistoria subyacente que en los meros hechos acontecidos. Narrada en dos planos temporales distintos (el que se remonta a la infancia, adolescencia y juventud del futuro anarquista, y un segundo que nos lleva al momento de los acontecimientos que marcaron su existencia y su “posteridad”), el escritor aprovecha para pintarnos un fresco de la España del momento y del exilio patrio en Francia, entre personajes reales e inventados, todo ello contado con una soltura admirable que desliga al escritor del mero historicista.
                  La ficción en torno al fenómeno anarquista español es escasa en nuestras letras. Con excepción de algunas obras ya clásicas de Pío Baroja y Valle Inclán, hay que dar un salto hasta 1975 con “La verdad sobre el caso Savolta” de Mendoza para toparnos con una novela relativamente cercana, o más recientemente con libros como “Cárceles imaginarias” de Luis Leante o “El hombre que mató a Durruti” de Pedro de Paz. “El anarquista que se llamaba como yo” viene a cubrir, pues, un vacío singular y a esclarecer de paso un acontecimiento poco conocido y lleno de brumas. Pero eso sería insuficiente si esta novela no estuviera escrita con el pulso firme de un verdadero narrador, un autor que no sólo ha salido victorioso de tamaño reto sino que se ha dejado el listón alto. No obstante, y al albur de lo leído, estamos en condiciones de asegurar que Martín Sánchez aún ha de depararnos grandes alegrías en el futuro.

miércoles, 19 de junio de 2013

El origen menorquín de Albert Camus



           Mientras no pocos de los sucesos políticos y sociales que cerraron el convulso siglo XX fueron dejando obsoletos algunos de los anunciados existencialistas, y al tiempo que autores como Sartre son hoy incluso discutidos literariamente, la obra y el talante ético de Albert Camus no ha hecho más que revalorarse. La edición de sus obras completas en la mítica Pléyade francesa ha vuelto a situar en primera línea al autor de Calígula que, en realidad, no ha dejado nunca de estar de actualidad. Su particular visión del colonialismo francés, su inquebrantable independencia y una naturaleza exacerbadamente nihilista, unido todo a la intemporalidad moral de sus obras y a su temprana muerte, han ayudado a crear una especie de atractiva aura en torno a su recuerdo. Sus textos dramáticos siguen subiendo frecuentemente a escena, novelas como El extranjero o La peste continúan figurando entre los libros esenciales de la historia de la literatura, y su discurso filosófico genera aún sorpresa y adhesión, cobrando una especial significación en estos tiempos confusos y apáticos.

            Con motivo de la aparición, hace ya dos décadas, del libro inédito El primer hombre, texto de alto contenido autobiográfico que Camus llevaba consigo cuando perdió la vida en un estúpido accidente de automóvil, se habló mucho de la ascendencia española y balear del Premio Nobel. Se ha afirmado en diversas ocasiones que la madre del escritor era natural de la isla de Menorca. En realidad tal dato es erróneo, pues quien sí era menorquina fue su abuela materna, Catalina Cardona Fedelich, nacida en el pueblecito de San Luis en 1857.
            Como veremos seguidamente, el famoso autor ostentaría como segundo apellido el tan menorquín linaje de Sintes. Esto, en realidad, no hubiera sido ninguna sorpresa para los muchos habitantes de Baleares que, atraídos por las supuestas ventajas que prometía el gobierno francés en sus nuevas tierras de Argelia, llegaban como mano de obra cualificada a Argel y alrededores. En concreto, los colonos menorquines fundaron villas importantes como Fort de L’Eau y muchos otros emigrantes baleáricos se desempeñaron en oficios antaño tan isleños como el de zapatero. La mayoría de estos emigrantes no regresaron a las islas y su descendencia se extendió por los tres amplios departamentos en que se dividía entonces Argelia: Argel, Orán y Constantina. Por eso, incluso hoy, es frecuente hallar aún en esos lares personas que llevan apellidos tan nuestros como Pons, Florit, Orfila, Goñalons, etc.
            La familia materna de Albert Camus sería una más de las muchas que emprendieron el viaje hacia aquellas tierras en busca de una nueva vida. Sus bisabuelos Miguel Sintes y Margarita Cursach, casados en Ciudadela, emigraron a Argelia a principios del siglo XIX. Allí nació ya su hijo Esteban Sintes Cursach, quien al mismo tiempo contraería matrimonio en Kouba con una menorquina, la abuela materna de Camus, Catalina Cardona Fedelich. Vivieron de las labores agrícolas y tuvieron tres hijos, dos chicos y una chica. Ésta última, Catalina Sintes Cardona, nació en Birkadem, pequeña población campesina a pocos kilómetros de Argel, en 1882. La futura madre de Albert Camus era, pues, hija de un descendiente directo de menorquines y de una menorquina de cuna, con lo cual queda aclarada aquí la frecuente confusión sobre la ascendencia menorquina del autor francés.
            La madre de Camus conoció en Cheraga, también distante pocos kilómetros de la capital, a Lucien Albert Camus, joven francés que había regresado tras cumplir su servicio militar. Su suegro, Esteban Sintes, le consiguió un empleo como transportista en un almacén de vinos. El matrimonio entre los padres de Camus duró poco, puesto que Lucien fue movilizado durante la Primera Guerra Mundial y moriría en el frente cuando su hijo Albert contaba sólo un año. El escritor había nacido hace ahora 100 años en Mondovi, Constantina.
            En El primer hombre, Camus refiere por primera vez aspectos familiares como la infancia en Argelia, su amistad con hijos de españoles y franceses, la temprana muerte del padre apenas conocido, y el recuerdo de su abuela menorquina, mujer autoritaria y de fuerte carácter que vivía junto a la viuda Camus Sintes, sus otros dos hijos y sus dos nietos en un pequeño apartamento de dos habitaciones en el modesto barrio argelino de Belcourt. Las estrecheces de la familia pueden darse por supuestas. La madre de Camus, que sobrevivió a su hijo únicamente nueve meses, falleció en aquel sencillo pisito donde habían vivido todos juntos.
Entrada en el pueblecito menorquín de San Luis, localidad natal de la abuela de Camus
            Existen referencias sobre una breve visita de Camus a Mallorca. No así a Menorca, tierra de sus antepasados, de la que su abuela le había contado leyendas y enseñado algunas palabras dialectales. Probablemente fuera ése un viaje demorado que su inesperada muerte truncó.
            El Verano, un delicioso librito escrito tras la Segunda Guerra Mundial, es seguramente (junto al póstumo El primer Hombre) una de las obras más personales de Camus, donde mejor y más bellamente brotan sus raíces mediterráneas. En él escribe cosas tan significativas como: “Crecí en el mar y la pobreza fue para mí fastuosa; después perdí el mar, todos los lujos me parecieron grises, la miseria intolerable. Desde entonces espero.”
            Espera, sí, como esperan las islas. Espera su reencuentro con el viento, con sus orígenes, aquel que no se sintió francés entre los franceses ni argelino entre los argelinos, eterno extranjero en todas partes.