El responsable del café

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(Mahón, isla de Menorca,1970). Desde muy joven he venido ejerciendo el columnismo y la crítica literaria en numerosos medios, obteniendo en 1994 el premio Mateo Seguí Puntas de periodismo. Actualmente soy colaborador de la revista Librújula (Premio Nacional al Fomento de la Lectura, 2023). Poeta oculto, como narrador he publicado las novelas "En algún lugar te espero" (accésit del Premio Gabriel Sijé, 2000. Reeditada en ebook en 2020, Amazon), "Hospital Cínico" (2013) y "Summertime blues" (finalista del premio Ateneo-Ciudad de Valladolid, 2019); y los libros de relatos "Las espigas de la imprudencia" (Bcn, 2003) , "Domingos buscando el mar" (Premio Café Món de Narrativa, 2007) y "Sopa de fauno" (2017). En el año 2019 apareció el recopilatorio de artículos sobre literatura "Libros dedicados". He obtenido un puñado de premios y menciones en certámenes nacionales de cuento y algunos de mis relatos figuran en varias antologías. Desde 2002 vivo y escribo en Hospitalet de Llobregat.

viernes, 20 de enero de 2012

La senda trazada

De la cuarta obra del madrileño Pedro de Paz se ha dicho que no es una novela negra, género en el que se había movido en sus anteriores entregas, y ciertamente no lo es si hemos de entender por ello que no se ajusta a las directrices canónicas del género. No obstante, “La senda trazada” tiene mucho de negro, de turbio, de oscuro.
La senda trazada de Pedro de Paz
Editorial Algaida, 2011. 358 pág. 20 euros.
Alfonso Heredia, un fotógrafo paupérrimo instalado en la más absoluta mediocridad, se topa accidentalmente con un extraño libro manuscrito repleto de sentencias en clave que anuncian futuras muertes de personajes célebres. Ello permitirá al protagonista estar en el lugar oportuno en el momento apropiado para disparar su cámara. Pero, si bien esa información privilegiada le rescata momentáneamente del naufragio económico y social al que estaba abocado, el precio a pagar será muy alto.
Con tics inconfundiblemente irónicos hacia personajes legendarios del mundo de la adivinación y la nigromancia, como Nostradamus, Saint Germain o Aleister Crowley, de Paz se vale de su engañoso y original argumento esotérico para montar una auténtica fábula contemporánea que aúna el misterio y el thriller con una acertada cartografía de los abismos interiores mientras revisa el viejo y peligroso sueño de poder controlar y alterar el futuro, sin obviar, por supuesto, los conflictos éticos y morales que ello conlleva. Escrita con un lenguaje ágil, conciso y directo, accesible para cualquier lector, “La senda trazada” contiene, no obstante, una terrible moraleja vital (como no puede ser de otro modo en cualquier fábula que se precie). Quien desee conocerla, sin embargo, deberá coger aire e insertarse en la senda trazada.

domingo, 8 de enero de 2012

El libro del año

Con cada año que termina, los suplementos culturales y las revistas literarias se aprestan a hacer su lista personal de "los mejores libros del año", casi como quien hace la lista de la compra corriendo el riesgo de olvidarse alguna cosa. En efecto, en estas listas, aleatorias y caprichosas, siempre faltan libros. Curiosamente algunos de ellos se repiten en todas, como si sus autores estuvieran abonados al canon de lo obligadamente subrayable . Otros, no obstante, son directamente silenciados, quién sabe por qué. Las anteojeras de nuestra crítica patria son harto conocidas, así que tampoco habría que extrañarse de las ausencias más significativas.
Dado mi trabajo he de leer muchos libros al cabo de un año, algunos por placer y otros más o menos obligado por mi condición de jornalero reseñista. Por tanto traga uno de todo, y a veces es difícil elegir cuáles son los mejores. Haberlos, hailos. Pero si hubiera de destacar una novela que no ha obtenido la atención merecida esa sería "Punto de Fisión" (Algaida) de David Torres, uno de nuestros narradores actuales más brillantes. La obra, que ganó el premio Logroño de novela de 2011, es un festín literario en el que tres historias acaban entrelazándose, un homenaje particular al arte de narrar, un divertido fresco del mundo literario, pero también una radiografía poco complaciente de los infiernos interiores. Torres despliega en esas páginas todo su ya probado virtuosismo estilístico, su capacidad para crear personajes complejos y su maestría para montar escenarios y situaciones rocambolescas mientras se van desarrollando diálogos espléndidos y creibles que casi nos retrotraen a los brillantes y cínicos guiones del cine negro clásico.
Tuve el honor de presentar este libro en Negra y Criminal de Barcelona junto al maestro Raúl Argemí. Para ello tuve que leer la obra a toda prisa y por eso tengo pendiente una reelectura sosegada, algo que nunca hago salvo que en las páginas de un libro haya música. En "Punto de Fisión" hay una sinfonía completa. Quien se lo haya perdido ya está corriendo a la librería. Para mí, no tengo ninguna duda, éste ha sido el mejor libro que he leído en 2011. Ustedes verán. 

viernes, 16 de diciembre de 2011

Un puñado de raros (II)

Ángel Vázquez 
         Señalado por algunos críticos como el último gran autor maldito de nuestro tiempo. Alcohólico, homosexual reprimido, con escasa confianza en sí mismo, Ángel Vázquez Molina (cuyo auténtico nombre, Antonio, cambió porque sonaba demasiado a torero) nació en 1929 en la colonia de Tánger. Su padre, un hombre violento que le maltrataba, se largó siendo él muy niño, razón por la cual Vázquez se crió en el mundo femenino de su madre y su abuela y entre los chismorreos en yaquetía (el castellano de los sefarditas marroquíes) de la clientela de la tienda de sombreros de su madre, un local muy popular en la ciudad. El conocimiento de esa lengua híbrida, hoy prácticamente extinguida, la emplearía el futuro escritor en su obra.
         Parece que Vázquez fue un niño tímido y solitario, dado a la imaginación. Básicamente autodidacta, frecuentaba las bibliotecas públicas de Tánger, donde leía todo lo que podía. Desempeñó diversos empleos modestos (oficinista, secretario de un abogado, librero, etc.) al tiempo que incurría en continuas rutas etílicas por los bares. Acudía de tarde en tarde a las fiestas galantes de Bárbara Hutton, compartió barra con el escritor beat William Burroughs y entabló amistad con Jane Bowles, la mujer del autor de “El cielo protector”. Pero al margen de esta vida social esporádica, su existencia fue gris. Empezó a escribir sin esperar nada, más como un medio de evasión que otra cosa. En esos primeros tiempos colaboró con el diario España. Con la inminente independencia de Marruecos, y desaparecida ya la época de esplendor colonial que había hecho de la ciudad un lugar cosmopolita e internacional, los problemas económicos de Vázquez aumentaron. De él dependían, además, su abuela y su madre enferma, así que no podía abandonar Tánger. Malvivió de sus empleos precarios, aunque había escrito una novela titulada “Se enciende y se apaga una luz”. Una de las pocas personas del mundo de las letras con quien tenía contacto y que creía en su talento era Carmen Laforet, otra desertora literaria temprana, la cual le animó a presentarse al premio Planeta de 1962 del que ella era jurado. Contra todo pronóstico el desconocido Vázquez se alzó con el premio, aunque el dinero que obtuvo se le fue en pagar deudas. Y fue a partir de aquí, cuando su suerte parecía cambiar, donde curiosamente comenzó el descenso irremediable de Ángel Vázquez. Sólo publicaría dos novelas más en los apenas 18 años que le quedaban de vida, dos obras separadas entre sí por un largo periodo de doce años y que pasaron totalmente desapercibidas pese a que fueron publicadas también por Planeta.
         Fallecidas su abuela y su madre, Vázquez se acogió a las ayudas que ofrecía el gobierno español para dejar Tánger y fue dando tumbos por diferentes ciudades hasta recalar en Madrid, donde conservaba unos pocos amigos de los años tangerinos (entre ellos, Eduardo Haro Tecglen). En la capital vagó de un empleo a otro, deteriorando su salud a marchas forzadas por el abuso del alcohol y las penurias económicas que siempre le acompañarían. En 1964 publicó “Fiesta para una mujer sola”, una nueva incursión en la psicología femenina que no obtuvo ninguna atención, y en 1976 la considerada como su obra maestra, “La vida perra de Juanita Narboni” que corrió una suerte similar. Hasta su muerte, acaecida en 1980 a los 50 años en un estado de decrepitud absoluta, el escritor vivió en una pensión de mala muerte, decepcionado por la recepción de sus obras y atormentado por las recurrentes dudas sobre su talento. Aunque cada vez más replegado en el silencio y la soledad, se sabe que Ángel Vázquez siguió escribiendo hasta el final, y de hecho sólo unas horas antes de que un ataque al corazón acabara con su existencia miserable había quemado sus dos últimas novelas, llevado por una dolorosa y durísima autoexigencia consigo mismo.
         “La vida perra de Juanita Narboni” es el largo monólogo de otra de esas mujeres solas que pueblan el universo de Vázquez. En su soliloquio, la protagonista recrea, expresándose en yaquetía, el Tánger fascinante que el autor conoció para narrarnos su esplendor y su decadencia. Al margen de su valor testimonial, se trata, por tanto, de la única manifestación literaria que recoge el habla española de los hebreos sefarditas, un castellano usado sobre todo por las clases populares y apenas conocido en la península. La novela llegó a ser seleccionada para el Premio de la Crítica de 1977, aunque no pasó de ahí, y luego fue sepultada prácticamente hasta nuestros días. La reivindicación de algunos autores actuales y la edición crítica de la editorial Cátedra en 2000 han revalorizado esta obra hasta el punto de ser considerada hoy como una de las novelas en castellano más importantes de la segunda mitad del siglo XX.

Juan Antonio Payno  
         Entre los malditos y los malogrados, el caso de Payno se enmarcaría dentro de lo que podríamos tildar de raro o incluso de anecdótico, tal es así que durante muchos años corrió la leyenda de que el autor en cuestión no existía. Juan Antonio Payno, un escritor nacido en 1942, cursaba tercero de Económicas cuando en 1961 ganó, por sorpresa y con su primera novela, el Premio Nadal por su obra “El Curso”. Tenía sólo 20 años y desde entonces figura como el galardonado más joven de la historia del longevo premio. Hasta aquí todo sería normal, si no fuera por el hecho insólito de que, tras aquel triunfo prometedor, Payno desapareció por completo del panorama literario durante 36 largos años.
         Descubrí su existencia con 12 o 13 años, en una de mis inmersiones espeleológicas en uno de esos libros de lecturas que dormían el injusto sueño de las letras postergadas en el almacén de libros retirados de mi colegio. En esas páginas tiznadas de óxido aparecía un fragmento de “El Curso” y recuerdo bien la primera frase: “Eran las ocho de la mañana. El cielo estaba gris panza de burra”. Tuvieron que pasar algunos años para que leyera la novela entera, siempre sin olvidar que la había escrito un chaval muy joven. Se trataba de una radiografía de la juventud universitaria de la España de 1960, escrita en una prosa sencilla, sin grandes pretensiones estilísticas, y aunque la novela estaba correctamente estructurada no pasaba de ser el ejercicio primerizo de un autor que prometía. La obra, no muy bien recibida por la crítica de entonces (que no desperdició la ocasión de compararla con la novela finalista de otro gran raro, la del novelista navarro Pablo Antoñana, ni de recordar que Payno era sobrino de Dámaso Alonso), quedó como un curioso retrato sociológico de una juventud que se constituía en gran medida como la primera de muchas generaciones en lograr llegar a la universidad. Recuerdo su lectura con agrado, aunque han pasado de ello 20 años.
         En una ocasión, tertuliando en el santuario libresco del escritor Esteban Padrós de Palacios, salió a colación el caso Payno. A principios de los 60 Esteban colaboraba en la revista Papeles de Son Armadans  que dirigía Cela y había tenido que hacer la reseña de “El curso”. No la recordaba con especial estimación. Se levantó y fue a buscar el libro entre los miles que cubrían las paredes. Aún estaban ahí las notas que tomó durante su lectura. Leyó algunas, reparos en su mayoría. Payno era muy joven, cierto, pero al lado de cualquier escritor veinteañero actual parecería hoy un escritor más que notable. El tiempo a veces engaña, mejora las cosas. Otras, no. Al final nos preguntamos lo inevitable: ¿Y qué habría sido de Payno?
         Payno se evaporó, se convirtió en una anécdota curiosa y fue olvidado. Acabó la carrera, hizo el doctorado y posteriormente se dedicó a su Cátedra de Estructura Económica, algo bien poco literario, como si su novela premiada hubiera sido un simple devaneo de juventud. Pero en 1997, tres décadas y media después, Alfaguara publicó una nueva novela suya, “Romance para la mano diestra de una orquesta zurda”. Cuando le preguntaron por el motivo de su largo silencio, Payno se limitó a contestar: sencillamente no tenía nada que contar. También adelantó que estaba revisando el que debía ser su tercer libro, pero bien fuera porque las críticas a esa segunda novela no fueron las esperabas, bien por el afán de seguir alimentando su leyenda, lo cierto es que han pasado otros 13 años y ese supuesto libro nunca apareció.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

El tiempo de los emperadores extraños

Ante el inminente estreno de la película de Gerardo Herrero "Silencio en la nieve", basada en la novela de Ignacio del Valle "El tiempo de los emperadores extraños", he recordado la reseña que publiqué entonces de tan buen libro en la revista digital "Ariadna". Del Valle ha ido confirmándose desde entonces como uno de los narradores más interesantes del momento.
Aquí aquella reseña:


         La geografía literaria es un hecho quizá poco casual. Si en los sesenta hubo una explosión de autores andaluces (los popularmente llamados narraluces) y en los 80, con la normalización lingüística, la hubo de escritores gallegos, vascos y catalanes, desde inicios de esta década estamos asistiendo a una proliferación de autores asturianos, la mayoría de los cuales escriben en castellano o han sido ampliamente traducidos de su lengua natal al español. Un caso singular sería el de Xuan Bello que, escribiendo directamente en una lengua aún incomprensiblemente maldita a nivel institucional, llegó a todo el país a través de su brillante “Historia universal de Paniceiros”. De un tiempo a esta parte han ido despuntando en el panorama escritores asturianos tan válidos como Pepe Monteserín, Rafael Reig, Eugenia Rico, Ricardo Menéndez Salmón, amén de un buen número de poetas jóvenes. A todos estos debe incluirse también al novelista Ignacio del Valle (Oviedo, 1971), que con cinco novelas a sus espaldas y varios premios se ha ido abriendo camino en el difícil ascenso literario.
         Su última obra, “El tiempo de los emperadores extraños” es una novela de corte más convencional que las anteriores, cocinada con los ingredientes necesarios para atrapar a muchos lectores, pero escrita con oficio y evidente solvencia, elementos que algunos autores han olvidado en aras de las millonarias cifras de ventas. Para ello, del Valle nos sitúa en un escenario cien por cien novelesco: el frente de Leningrado, en pleno crudo invierno del 43, cuando la División Azul andaba tirando tiros contra el ejército ruso en pago al apoyo de Hitler a Franco durante la guerra civil. En medio de la tormenta climatológica y humana se cometen varios crímenes con extraños indicios rituales y un gris soldado español debe investigarlos.
         Del Valle posee gran habilidad para perfilar aspectos psicológicos y describir escenas donde historia y ficción van de la mano. El absurdo de la contienda, la deshumanización de los personajes (que no excluye ni al mismo protagonista), y la sinrazón de los crímenes cometidos por una mente depravada envuelve toda la novela con un velo de misterio, al tiempo que preludia el inminente desastre. Un libro, en definitiva, bien escrito y bien contado, que es ya mucho decir en un panorama cada vez más cargado de novelas mediocres que, sin embargo, se nos venden poco menos que como obras maestras.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Un puñado de raros (I)

Aunque publiqué este artículo ya hace algún tiempo, creo que mantiene su vigencia y su interés. Ahí va la primera parte:

          La historia de la literatura, como otras disciplinas del arte, está repleta de casos curiosos en los que autores dotados de talento se malograron en la cúspide de sus trayectorias, quedando sepultados por la pátina inmisericorde del olvido, o bien dejaron de escribir por iniciativa propia, abrazando esa misteriosa decisión rulfiana que se ha venido definiendo en los últimos tiempos como conducta “bartleby”, haciendo alusión al famoso personaje de Melville que ante cualquier obligación “prefería no hacerlo” y que Enrique Vila Matas acuñó en su libro “Bartleby y compañía” en 2000. 
            Ignoro de dónde procede mi fascinación por los olvidados, los raros, los fracasados o los malditos, no sólo en literatura sino también en pintura, cine o música. Sin duda poseen un atractivo mucho mayor que el del triunfador, siempre tan predecible. Quizá sea que uno se reconoce y se refleja en ellos, en sus vidas a veces dolorosas o miserables, a veces marcadas por una suerte puñetera, meandrosa y esquiva. Pero, por encima de todo, siempre me obsesionó comprender los mecanismos por los cuales un artista llamado al éxito acababa abocado al fracaso, al aislamiento (voluntario o no) y no pocas veces a la destrucción física o psicológica. Las causas son múltiples y variadas, en ocasiones debidas a naturalezas proclives a todo rechazo social hostil o conformista, otras a la ceguera, la ignorancia, los prejuicios y la falta de criterio de toda una sociedad.
Siempre es difícil comprender por qué buenos escritores, algunos incluso excelentes, quedaron inscritos para siempre en las listas de la ignominia mientras otros, no necesariamente mejores, se llevaron las rosas y los laureles y quedaron de algún modo perpetuados. Supongo que por eso, por un raro afán de justicia, siempre preferí juzgar los aceptados cánones literarios por mí mismo, motivo que explicaría bastantes de mis inusuales lecturas y mi frecuentación de autores que hoy –salvo contadas excepciones- apenas nadie recuerda. En castellano existen algunos malditos clásicos, bohemios a la vieja usanza, que han sido reivindicados hoy por autores actuales, casos como los de Pedro Luis de Gálvez, Eliodoro Puche, Silverio Lanza, Armando Buscarini, Carmen de Burgos, etc. Pero no es necesario remontarse un siglo atrás, los hay más cercanos. Basten, seguidamente, un puñado de ellos, curiosidades bibliográficas para lectores que no se conformen con el best seller vaticanesco o el planetilla de turno.

José Mª Sanjuán
            Descubrí a Sanjuán en una añosa antología de los míticos premios Hucha de Oro de cuentos, en los tiempos en que me dio por rastrear en el subsuelo del cuento español de los años 1960-1970. El autor, nacido en Barcelona en 1937 y periodista de profesión, aparecía fotografiado en una cama mientras sostenía el trofeo del premio citado. Eso llamó mi atención. Indagué un poco y descubrí que Sanjuán padecía entonces un sarcoma en una pierna que le mantenía postrado en cama. En 1963 había ganado el premio Sésamo de novela corta por “Solos para jugar”. En 1967, ya muy enfermo, su novela “Réquiem por todos nosotros” obtuvo el premio Nadal, aunque el autor apenas pudo disfrutar de ese éxito porque falleció pocos meses después con sólo 30 años.
            Creo que fue en el invierno de 1993, durante el cual prácticamente me enclaustré varios meses en un cuarto del que salía apenas para comer, cuando leí, sorprendido, “Réquiem por todos nosotros”, una obra con intención de retrato generacional, pesimista, desencantada, ajena a los moldes de la novela realista aún imperante en la España de 1967. Conocedor de los aires revolucionarios que recorrían Europa, y próximo el advenimiento del Flower Power estadounidense del 68 y el Mayo Francés con sus utopías, Sanjuán supo captar la ingenuidad de esa nueva juventud e incluso predecir su hastío, su decepción y su fin. Sorprende que en su precario estado de salud, el autor fuera capaz de escribir una obra tan viva, que leída hoy supera con aprobado alto el siempre severo examen del tiempo. Por eso no deja de resultar incomprensible el hecho de que no haya vuelto a reeditarse ni ésta ni ninguna otra de las escasas obras (dos libros de cuentos y otras 2 novelas) que dejó Sanjuán, un más que notable autor olvidado por completo.

Julián Ayesta
            El del gijonés Julián Ayesta Prendes (1919-1996) es uno de los casos de abstención literaria más curioso de nuestras letras. Diplomático de carrera, escribió varias obras teatrales, un puñado de cuentos y un inclasificable libro llamado “Helena o el mar del verano”. Y tras eso siguió un silencio que duró hasta su muerte.
Publicada por la revista Ínsula en 1952, “Helena o el mar del verano” circuló desde el principio entre un reducido número de lectores que la consideraron una obra extraordinaria y alimentaron su mito de libro raro y difícil de encontrar. La obra es muy breve, apenas 87 páginas, por lo que difícilmente se la puede considerar una novela ni tampoco un cuento. Se trata de un relato breve de una sutileza y lirismo que rompe con todo lo que se escribía en España en los años 50, una obrita intencionadamente bella en el más amplio sentido de la palabra, llena de imágenes sugestivas, palabras bruñidas de luz y una atmósfera irreal que remite al cuento infantil sin acabar de serlo. Todo en ella, incluido el argumento, es mínimo y simple. Cuenta la relación entre el joven narrador y Helena, una pre-adolescente rubia, hermosa y juguetona, a lo largo de unos idílicos veranos donde sus respectivas familias veranean juntas. Ayesta, con una sensibilidad casi poética y apenas sugiriendo, levanta poco a poco un particular homenaje al primer amor, donde la nostalgia de su naturaleza efímera, pero también la esperanza de la felicidad, se dan la mano.
Descubrí esta obra hace muchísimos años al leer un fragmento de ella en la mítica antología de cuentistas españoles de García Pavón. Recuerdo que también yo era apenas un adolescente entonces y la magia de aquellas pocas líneas me llenó el pecho con la intensidad de una ráfaga de aire cálido, diáfano y primaveral, que parecía hubiera entrado por la ventana anunciando un largo verano de juventud.
En el año 2000 la editorial Acantilado volvió a reeditar “Helena o el mar del verano” y para algunos fue un descubrimiento. La recepción fue entusiasta. Un crítico de El País la catalogó, algo exageradamente, como “uno de los diez libros más importantes de la narrativa española del siglo XX”. Volví a leerla, emocionado, tantos años después. Pero supongo que uno ya no era el mismo que entonces, y mi capacidad de asombro tampoco. La obra seguía siendo una pequeña joya, repleta de ingenuidad y armonía, pero no dejaba de ser también un libro fuera del tiempo, un poco al estilo de “Las cosas del campo” de Muñoz Rojas, obras ambas muy alejadas –por desgracia- de la sensibilidad actual, y por eso mismo esenciales y llenas de encanto.

lunes, 21 de noviembre de 2011

A Pilar Donoso, In Memoriam

Dado la triste actualidad de Donoso con la repentina muerte de su hija Pilar, y para aquellos que les interese, reproduzco un artículo más extenso publicado en el suplemento "Culturalia" del Diario Menorca en julio de este año:

EL OBSCENO OFICIO DE VIVIR


Cuando han transcurrido ya 15 años de la muerte del escritor chileno José Donoso, el célebre autor sigue gozando de tanta admiración como amplia incomprensión dentro y fuera de su país. Detractores ilustres como Bolaño, e ingratos alumnos que asistieron a sus famosos talleres de escritura para luego renegar -un poco a la callada- del maestro, temerosos sin duda de que figurar en la nómina de “donositos” les acabara perjudicando, pusieron en marcha una rara corriente anti-donosiana entre algunos de los últimos autores chilenos, creo que de naturaleza bien ajena a lo literario. Donoso, aunque sí exprese clara y repetidamente su repulsa en sus diarios personales, siempre se mantuvo en un estado de cierto autismo respecto a la dictadura de Pinochet. Ni tomó partido ni se reveló, no porque fuese un hombre sin color político, que lo era, sino porque se sentía incapaz de enfrentarse a nada ni a nadie en su vida pública. Su recurrente huida de las responsabilidades, incluso de las más domésticas, le acarreó grandes problemas en lo personal y familiar. Todo ello unido a un espíritu emocionalmente quebradizo, de tendencias hipocondríacas y obsesivas, le convirtió en un hombre que, a pesar de su amabilidad y cercanía, sentía una urgente necesidad de esconderse, de retirarse dentro de sí mismo. Su único campo de batalla fue la literatura, hasta el punto de que escribía todos los días, bien fuera novela o dietario, puesto que éste ejercicio no sólo era su refugio, sino el único medio donde Donoso podía hablar claro y sin tapujos de él mismo y de los demás. En los diarios rescatados por su hija Pilar se comprueba que no era tan amable ni condescendiente con algunos de los que le rodeaban como parecía serlo al natural. Simplemente evitaba la disputa, la abierta discrepancia, nunca por miedo, más bien por pereza, por llano desinterés a todo lo que no fuese su obra. Como todos los grandes creadores, cultivaba un gran ego, en su caso maniático, evasivo y contradictorio. Quizá por eso, muy acertadamente, su hija ha titulado su magnífico libro biográfico como “Correr el tupido velo” (Alfaguara, 2011), porque eso hacía Donoso en su acontecer cotidiano, reservándolo todo, ira incluida, para sus novelas.
Donoso con su hija Pilar

Donoso fue, a lo largo de su vida, carne de diván. La práctica del psicoanálisis estuvo muy presente desde su juventud y muy enraizada en su obra, una obra en absoluto complaciente, donde la complejidad y los diversos niveles de lectura y de interpretación contribuyeron sin duda a hacer de él uno de los autores del Boon más dificultosos de leer. Aunque compartía con sus compañeros de grupo ciertos rasgos distintivos, carecía de la fuerza telúrica y popular de un García Márquez o de un Fuentes, por ejemplo. O de la imaginación desbordada de un Cortázar o incluso de un Vargas Llosa. Y lo sabía. No obstante, José Donoso es no sólo uno de los novelistas mayores del siglo XX, sino probablemente (junto a Onetti y Sabato) el gran iconoclasta de los autores del Boom. Su obra, en efecto, se hace remolona frente a cualquier fácil clasificación y él mismo experimentó cierta extrañeza frente a los libros de sus amigos generacionales, no en vano algunas de sus mayores influencias provenían de ciertos autores americanos y el propio escritor fue asiduo profesor en talleres literarios de universidades de EEUU. Donoso, además, vivió desde muy joven no sólo fuera de Chile, sino del continente hispanoamericano, aunque sus recuerdos (y las historias que le contaba de crío su niñera) le sirvieron siempre de germen para muchos de sus argumentos. Y aunque es cierto que todos los autores del Boom eran dueños de un universo particular, muchos de esos universos eran paralelos. En cambio el de Donoso es intransferible, hermético, un mundo de introspección muy profunda en el que sumergirse requiere de botellas de oxígeno y donde siempre hay numerosos rasgos de su propia personalidad acomplejada devorándose como un ouroboros desquiciado. Las novelas de Donoso son siempre catálogos más o menos extensos de arraigadas obsesiones que, en realidad, son las obsesiones del propio autor, atormentado por su sensación de eterno desclasado, de viejo prematuro que intuye la fealdad, el dolor, la decadencia mental y física, la locura, la muerte. Por ese motivo, Donoso es probablemente (y con permiso de Sabato) el autor más terriblemente humano de todos los novelistas del Boom, porque sus miedos son elementales, prosaicos, incluso desprovistos del hastío existencialista de las obras de los mencionados Sabato u Onetti, un miedo que nace con nosotros y que únicamente crece para acabar vampirizándonos con el correr del tiempo. El miedo de vivir.
Todos los libros que tengo de Donoso son de segunda mano, pescados en mercadillos de ocasión, en librerías de lance o de coleccionista, puesto que no es un autor al que se reedite mucho actualmente. Sin embargo, el libro que más me costó encontrar fue “El obsceno pájaro de la noche”, pese a ser su novela más famosa y recordada. Ello se debió, en parte, a que su primera edición apareció el mismo año en que yo nací y, aunque en libros no soy nada fetichista, esa casualidad me empujó a buscar un ejemplar de ese año, tarea harto difícil porque las ediciones príncipe de obras emblemáticas se cotizan al alza. Hube de conformarme con una copia de la segunda edición, exactamente igual a la primera pero aparecida un año después.
La génesis de “El obsceno pájaro de la noche” podría haberle dado a su autor material para otra novela, pues no sólo tardó casi una década en escribirla sino que, según sus propias palabras, el pájaro estuvo a punto de devorarle las tripas. Diversos ataques de úlcera (uno de ellos brutal, con internamiento en un centro de salud mental incluido, lugar donde deliró durante días), casi acaban con él. La novela se publicó finalmente en 1970, envuelta en la polémica marcha de Carlos Barral de la editorial Seix Barral, el sello que la editó y que debía haberla galardonado también con su premio Biblioteca Breve. La marcha de Barral, contrario a las directrices de nuevos socios de la empresa, forzó la anulación del premio de ese año y Donoso se quedó sin él. Pese al contratiempo, “El obsceno pájaro de la noche” acabó convirtiéndose no sólo en la obra capital del chileno (juntamente con su monumental “Casa de campo”), sino también en el billete a la posteridad del escritor. Y si bien sigue figurando como uno de los cinco o seis títulos angulares del “Boom”, probablemente sea hoy una novela escasamente leída frente a la vigencia de “Cien años de soledad”, “Rayuela” o “La ciudad y los perros”, por citar sólo tres. Un mundo poco complaciente, de podredumbre física y moral, donde personajes llenos de minusvalías y criadas viejas y chismosas se apoderan de una casa ruinosa (la casa, en todas sus acepciones, será siempre el continente en el que Donoso situará sus tramas), conforman una historia de varias voces, constantes retrocesos temporales, monólogos interiores e incluso paramnesias argumentales que la convierten en una lectura difícil, dura, para lectores bregados, que en poco a contribuido a su difusión en tiempo de lecturas livianas o decididamente burdas. Y aún así, la atmósfera alucinatoria y casi pesadillesca que recorre sus páginas sigue fascinando como el primer día hasta el punto que, a poco que el lector ponga algo de su parte, se queda uno atrapado en ellas como sólo sucede en los grandes libros.
Al final de su vida, invadido por mil achaques e inseguridades, Donoso se preguntaba si quedaría algo de su obra en el futuro. Es, no cabe duda, una pregunta habitual y también estéril, porque nadie mejor que él sabía que la obra existe mientras exista alguien que, décadas después, toma uno de esos libros, lo abre y empieza a leer. Entonces sí, se produce la magia de la literatura, ésa que no conoce modas ni etiquetas. Y de pronto todo regresa al principio, se torna nuevo, y vuelve a empezar irremediablemente.    

domingo, 13 de noviembre de 2011

El obsceno oficio de escribir

Cuando se cumplen 15 años de la muerte del autor chileno José Donoso y asistimos, con espeluznante sorpresa, al temprano olvido en que parecen haber caído hoy sus obras entre los lectores ignaros, uno se pregunta si Donoso, que tanto se cuestionó por un futuro que intuía incierto, no imaginaba ya esta soledad en la cumbre. Hombre surcado por cataclismos emocionales, carne de diván toda su vida, el chileno sostuvo una dura lucha contra sus miedos y sus incapacidades, refugiando su fragilidad tras los muros de la literatura. Sin poseer la facilidad creativa de un Vargas Llosa, el imán popular de un García Márquez o la imaginación desbocada de un Cortázar, José Donoso supo crear de sus propias y recurrentes obsesiones una obra de solidez y calidad incuestionables y firmar al menos dos novelas maestras: El obsceno pájaro de la noche (cuya génesis tortuosa, con ataque de úlcera e internamiento psiquiátrico mediante, le hubiera dado para otra alucinada novela) y Casa de campo. Cuesta, sí, entender la dificultad que entraña encontrar hoy algunos de sus libros cuando, en el fondo, su obra ahonda en aspectos tan atemporales como son los abismos cotidianos, la decrepitud física, la podredumbre moral, obsesiones que persiguieron a Donoso desde siempre y cuya suma no sería otra que el miedo, pero un miedo alejado del enfoque existencialista de Sábato o incluso de Onetti. Por el contrario, el suyo era un miedo primario y elemental, aquel que nos causa temor ante la tormenta, la oscuridad, lo que pueda haber tras una puerta.
Quizá por todo lo expuesto, Donoso fue probablemente -y con permiso de Sábato- el autor más terriblemente humano del Boom, hasta el punto de que mientras escribía conjuraba sus propios temores, se armaba contra cualquier agresión externa o cualquiera de las muchas supersticiones que le embargaban, y escalaba sin oxígeno a una cumbre que nunca era placentera, que siempre le exigía más metros, más cima. Finalizar una novela era para Donoso no tanto una liberación como una vuelta a sus males físicos, a sus ataques de úlcera, a la mediocridad que a todos nos alcanza como seres humanos que somos. De este modo la fealdad, la vejez, la minusvalía o la locura acompañan a todos los personajes del chileno, rebozados en sus miserias lo mismo que las viejas criadas chismosas o la colonia de deformes de El obsceno pájaro de la noche. Todos, a su modo, tienen algo del propio autor o alguna de sus neuras repetitivas.
Su hija Pilar, adoptada de bebé por los Donoso, ha tardado un montón de años en levantar este retrato profundo de la compleja psicología del padre, un retrato en absoluto complaciente pero tampoco utilizado por la autora para hacer juicios de valor ni para vengar viejas rencillas. Para ello se ha servido de los diarios del escritor, hasta ahora depositados en una universidad americana, cientos y cientos de páginas en las que Donoso, a lo largo de media vida, fue dejando opiniones contundentes y críticas (algunas nunca vertidas de forma clara en sus obras, como su repulsa a Pinochet), además de amplias muestras de su incapacidad para la vida social y de sus más arraigados temores. En estos “diarios de escritor”, Donoso no se corta un pelo respecto a los demás (con quienes se muestra, por lo general, poco indulgente), dejando apuntes a veces incluso contradictorios que van desde el mero drama personal (una esposa alcohólica frustrada por su infertilidad, una hija de cuyas capacidades intelectuales duda, una homosexualidad latente, etc.), a entradas llanamente enfermizas (su manía persecutoria, su miedo a que los que le querían le estuvieran robando y quisieran matarle, su hipocondría…). Con todo ello se nos desvela un escritor genial enganchado a la superstición de su incapacidad, un hombre consciente de su fragilidad humana que se sentía siempre vulnerable y engañado, un ser “desclasado” que al volver a Chile tras años de exilio se notó ajeno e incomprendido. Pilar Donoso no ha escatimado detalles que sin duda habrán resultado dolorosos para ella, pero sin los cuales la personalidad del padre habría aparecido sesgada y parcial. Nos ofrece las propias palabras del escritor, recorriendo sus distintas etapas vitales desde los años 50 y sus periplos de profesor en EEUU, hasta su paso por España (Barcelona, Calaceite) y final regreso a Chile, mientras vamos descubriendo a un Donoso cada vez más encerrado en sí mismo y más autista en todo, cada vez más inmerso en su obra como refugio último. Y precisamente a esta incapacidad para comprometerse social, política e incluso familiarmente responde este título, este “correr el tupido velo”, deporte que Donoso practicó toda su vida.

Libro necesario, valiente, escrito con amenidad y fiel perspectiva, “Correr el tupido velo” supone también un íntimo ejercicio de exorcización personal para su propia autora que, a pesar de todo, encara en él los fantasmas de su padre y de toda su familia con comprensión y afecto. Sólo por ello merece ya nuestro aplauso y respeto.