La
capacidad de observación de Vergés y su voluntad didáctica, fruto de sus años
como periodista cultural, han quedado plenamente palpables en sus libros
anteriores y se corrobora ahora en éste, una entretenida iniciación al siempre
deslumbrante mundo de la astronomía. Desde tiempos inmemoriales, los seres
humanos hemos mirado el cielo nocturno con curiosidad y embeleso,
preguntándonos por nuestro papel en todo ese tinglado inabarcable, e imaginando
seres fantásticos entre las estrellas. Con un lenguaje claro y sencillo, Vergés
huye de enrevesados códigos científicos para apelar a la prehistoria, al arte, a
la mitología o a la religión. Nos explica, por ejemplo, la ancestral veneración
por el toro que, ya en tiempos remotos, llevó a otras civilizaciones a creer
vislumbrar uno en el firmamento, la famosa constelación de Tauro (que alberga
el inmenso sol de Aldebarán y las manchas de Las Pléyades). Y nos cuenta como
ya en la más antigua obra épica conocida (la Epopeya de Gilgamesh, cuya versión
sumeria ostenta 4.000 años de antigüedad) ya asoma la cornamenta de este toro.
Del mismo modo, en una gruta de Lascaux, en la Dordoña francesa, se hallaron
unas famosas pinturas rupestres del Paleolítico superior que se datan en unos
18.000 años. Adivinen que aparece en una de esas 2000 pinturas catalogadas. En
efecto, la imagen de un toro de gran cornamenta, lo que indujo a algunos
arqueólogos a afirmar que se trata en realidad de la representación de la
constelación de Tauro. Sin embargo, para el astrónomo griego Eratóstenes la
constelación de Tauro representaba a Zeus convertido en toro blanco para raptar
a la joven Europa. Cada uno a lo suyo.
Desde
la antigüedad, reyes, príncipes, aristócratas y papas ligaron sus acciones a la
interpretación de las constelaciones zodiacales. El cielo regía, por tanto, el
destino de los seres humanos y los astrólogos eran consultados antes de
cualquier evento trascendente. No obstante, la astronomía quiso separarse
pronto de la astrología, que nunca fue vista con buenos ojos por los científicos.
La estrellería, oficio de mirar las estrellas, era una de las siete artes
liberales y formaba parte del quadrivium junto
a las disciplinas básicas para el estudio de la filosofía y teología medieval. Con los siglos se computarían un total
de 88 constelaciones, que vienen a acotar todo el cielo y cuya presencia parece
seguir guiando nuestra existencia. 
Plataforma editorial, 125 pág.
Sería
Galileo el que, con un rudimentario telescopio de 20 aumentos construido por
él, descubriría en 1610 cuatro de los satélites de Júpiter y se percataría de
que Las Pléyades no eran los siete puntos brillantes que vemos a simple vista
desde la tierra, sino muchos más. Él contó unos cuarenta, pero hoy sabemos que
las siete hermanas de la constelación de Tauro son el resultado de un cúmulo de
entre 500 y 1000 estrellas. Con ello se evidenciaba que el cosmos no es sólo lo
que logramos ver, sino que en él existen miles de millones de astros repartidos
en miles de galaxias.
Hijas
de la ninfa Pléyone y de Atlas, el titán que para los griegos sostenía medio en
cueros la cúpula del cielo, las siete hermanas pléyades (protegidas siempre por
el Toro Celeste) marcaron desde tiempos primigenios el momento de la siega y de
la siembra, y así aparece explicado en Los
trabajos y los días de Hesíodo, calendario lírico compuesto hace 2700 años.
Las Pléyades, a unos 400 años luz de nosotros, se dejan ver en la noche
invernal, son fácilmente detectables (aunque a simple vista es más que probable
que sólo contemos seis), y nos han acompañado desde el inicio de los tiempos.
Lluís
Vergés nos explica todo esto y mucho más en este gozoso libro, con su prosa
siempre grata y accesible, en muy breves capítulos llenos de curiosidades,
retazos de historia, nombres de célebres científicos y artistas, de músicas,
pinturas, literatura, en un viaje apasionante que nos animará a tumbarnos de
noche sobre la hierba y observar ese infinito universo que nos alberga, que nos
contiene y del que formamos parte, tan viejo y necesario como la vida.
