El responsable del café

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(Mahón, isla de Menorca,1970). Desde muy joven he venido ejerciendo el columnismo y la crítica literaria en numerosos medios, obteniendo en 1994 el premio Mateo Seguí Puntas de periodismo. Actualmente soy colaborador de la revista Librújula (Premio Nacional al Fomento de la Lectura, 2023). Poeta oculto, como narrador he publicado las novelas "En algún lugar te espero" (accésit del Premio Gabriel Sijé, 2000. Reeditada en ebook en 2020, Amazon), "Hospital Cínico" (2013) y "Summertime blues" (finalista del premio Ateneo-Ciudad de Valladolid, 2019); y los libros de relatos "Las espigas de la imprudencia" (Bcn, 2003) , "Domingos buscando el mar" (Premio Café Món de Narrativa, 2007) y "Sopa de fauno" (2017). En el año 2019 apareció el recopilatorio de artículos sobre literatura "Libros dedicados". He obtenido un puñado de premios y menciones en certámenes nacionales de cuento y algunos de mis relatos figuran en varias antologías. Desde 2002 vivo y escribo en Hospitalet de Llobregat.

martes, 14 de mayo de 2013

Camino de redención


        Si de entrada resulta difícil ser hijo de uno de los mayores iconos de la literatura americana del siglo XX y batallar contra esa alargada sombra, mucho más es serlo de un tipo amargado, resentido y de fuerte carácter, un hombre como John Fante, que poseía un talento narrativo casi tan elevado como su nula capacidad para hacer amigos. Pero ésta no es una biografía al uso porque Dan Fante, el segundo de los cuatro hijos del escritor americano, utiliza el pretexto del padre para hablarnos en realidad de él mismo, de su vida llena de altibajos y caídas en el abismo, una vida azarosa y ajetreada cuyo patrón parece sacado de uno de los perdidos personajes del propio John Fante. Alcohólico desde muy joven, depresivo, con enormes problemas de sociabilidad y una tendencia casi funesta a meterse en líos y arruinar su vida, Dan Fante (Los Ángeles, 1944) postergó durante muchísimos años su -por otro lado- natural inclinación a la literatura hasta el punto de no poder sentarse a escribir mientras su progenitor vivió, como si le debiera un respeto al padre, una veneración que le arrastró en cambio al barro de la vida, a la autodestrucción y al vagabundeo etílico durante décadas. Mañoso para hacer dinero y malas compañías, Fante junior nos cuenta aquí, con una sinceridad demoledora y en absoluto impostada, cómo tocó fondo varias veces y de qué manera salió del pozo y encontró su tabla de salvación en la escritura. Y mientras todo eso ocurre, la imagen del gran Fante padre, un tipo hecho a sí mismo e injustamente ignorado por el establishment literario de su tiempo, planea sobre todo el libro como un estigma a ratos doloroso y otros estimulante.   
Fante. Un legado de escritura, alcohol y supervivencia
Dan Fante
Sajalín, 423 pág. Traducción de Federico Corriente

            John Fante se mostró siempre escéptico en cuanto a las posibilidades de su hijo, que parecía empeñado en ser un perdedor de manual. No obstante “el viejo”, como le llama familiarmente Dan Fante en el libro, le va a dejar en herencia -y probablemente sin ser consciente de ello- el mejor consejo que puede ofrecerle un escritor a un autor en ciernes: Una buena novela puede cambiar el mundo. Tenlo presente antes de tomar la decisión de sentarte delante de una máquina de escribir. Nunca pierdas el tiempo con algo en lo que tú no creas. Fante hijo lo tomó al pie de la letra y comprendió tiempo después que escribir es un oficio que hay que ejercer por vocación, sin esperar mucho a cambio.
            La relación entre padre e hijo fue siempre difícil y tirante, seguramente porque ambos se parecían bastante. Orgullosos, testarudos, aficionados a hacer equilibrios sobre la cuerda floja y a derrochar su talento en menesteres poco o nada literarios, vemos como el padre “vende el culo” (según sus propias palabras) al Hollywood dorado para cobrar sus suculentos cheques de guionista mientras su obra narrativa pasa desapercibida; y asistimos a las peregrinaciones del hijo de empleo en empleo, como taxista, conductor de limusinas, vendedor a domicilio, detective privado y un largo etcétera que no sólo le sirve para construirse el currículum clásico del escritor maldito americano, sino para vivir múltiples situaciones surrealistas y conocer a gente del más variopinto pelaje y de ambos lados de la escala social.
            Escrito con el ritmo trepidante de una novela, en un estilo seco como un Martini, directo y sin tapujos como un gancho de izquierda, este libro no se amedrenta a la hora de hacer descender a las alcantarillas de lo cotidiano al mito americano que hoy representa Fante. Padre algo descuidado, marido mediocre e infiel, jugador malencarado, bebedor de fondo, obsesionado por la indiferencia que causaba su obra y con una enquistada sensación de estar traicionándose a sí mismo trabajando para el mundo del cine, no es ciertamente ésta una hagiografía del gran John Fante y eso se agradece. Dan no se muerde la lengua ante las faltas paternas ni ante los trapos sucios de una familia como poco curiosa, con una madre muy leída y aficionada a la nigromancia y un sádico hermano mayor que acabará muriendo víctima del alcohol. Pero sobretodo Fante junior es duramente crítico consigo mismo, sin escatimar escabrosos momentos de su vida, incluyendo sus terribles intentos de suicidio y de desintoxicación en solitario, sus múltiples y generalmente desastrosas relaciones amorosas, sus tentativas por escribir y sus frecuentes ataques de locura. La honestidad apabullante con que está escrito este libro desarma al más pintado y acaba mostrándonos, como una confesión redentora, la tremenda senda vital de un hombre que, con sudor, alcohol a litros y no pocas lágrimas, luchó por escapar del destino que le parecía marcado desde el apellido y que, matando metafóricamente al progenitor, ha logrado plasmar la mejor y más emotiva elegía de amor y admiración que un hijo pueda escribir a un padre.      

martes, 23 de abril de 2013

Cuentos para minutos


            Uno de los grandes maestros del cuento fantástico español, el ahora injustamente olvidado Esteban Padrós de Palacios, decía en su ya clásica definición sobre el cuento que lo que distingue a éste de cualquier otro texto breve es precisamente el final. Es decir, la conclusión la historia, bien sea a través de un fin abierto o cerrado. El final sorpresa, siempre tan ligado al cuento de corte fantástico, y tan antiguo que habría que remontarse al propio Poe e incluso antes, es despreciado hoy por algunos modernillos para los que se diría que todo empieza y acaba en Carver. Por fortuna, en nuestro país se vive actualmente una reivindicación del cuento de raíz clásica, con el elemento fantástico por bandera, abanderada por algunos de los mejores narradores del momento (Félix J. Palma, David Roas, Muñoz Rengel, Hipólito G. Navarro, Patricia Esteban Erlés, Carlos Castán y muchos otros). A este ejército de fabuladores de la “distorsión de lo cotidiano” se alinea “El enmendador de corazones”, un pequeño librito de 15 cuentos, la mayoría muy breves, del madrileño afincado en Córdoba Ricardo Reques.
El enmendador de corazones
Ricardo Reques
Alhulia, Granada, 108 pág.

            En el volumen se dan cita cuentos de corte más canónico con otros de estilos y temas más cercanos (véase una posible e inquietante versión de la célebre película “Instinto Básico” en el cuento “El secreto de Tramell”), pero todos transidos por la presencia de lo perturbador. En ellos aparecen los miedos eternos que llenaron las viejas leyendas populares (es fácil rastrear desde un velado homenaje de Las mil y una noche en cuentos como “Confesiones de un viejo loco”, a guiños a la tradición cuentística decimonónica que irían desde W. Irving a H. Quiroga en relatos como “La muerte del paleontólogo” o “El viejo olmo”).  Reques, como buen biólogo, nos sitúa en ocasiones en el límite de la lógica científica (como solía hacer el maestro Poe en sus cuentos más analíticos), con personajes en su mayoría solitarios, de vidas grises, y gusta del detalle aparentemente anodino, de la extrañeza en marcos preferiblemente rurales o apartados, y del desenlace sorpresa o mínimamente anómalo.
            Decía también Padrós de Palacios que el verdadero cuento es aquel que puede contarse. Los de Reques lo son, por extensión, por tensión y por narratividad. Este librito merece la oportunidad de poder llegar a sus lectores y que estos confíen plenamente en ser “engañados” como sólo lo consigue un buen cuentista.    

jueves, 11 de abril de 2013

Escrito en el agua


            Si los números no me fallan, este año se cumplen 25 la de publicación del primer libro del narrador manchego Pedro Menchén. A lo largo de estas dos décadas y media ha sacado sólo 7 libros. Y pongo este sólo en cursiva porque me parecen suficientes, al menos para certificar la calidad de un autor, sobre todo si lo comparamos con el alud desproporcionado e irregular de algunos escritores que no paran de atosigar los escaparates de las librerías. Sin embargo, y como nos recuerda el propio Menchén en el prólogo de esta obra, su nombre apenas ha trascendido al gran público (si por “gran público” entendemos toda esa tropa de lectores -sin demasiados escrúpulos estéticos- que leen a un Falcones, por ejemplo). En efecto, Menchén ha ido por libre y ha escrito lo que quería, ajeno a la dictadura del mercado, alejado de ambientes literarios y compadreos, todo lo cual le ha costado el ser considerado un autor raro y marginal entre los de su generación.
Escrito en el agua
Pedro Menchén
Odisea Editorial, Madrid. 422 pág.

            “Escrito en el agua” es un libro de intención autobiográfica en el que Pedro Menchén vierte los recuerdos de su niñez solitaria (nublada por un padre insensible), y los días de su juventud en Madrid y Benidorm, ciudad en la que vive desde finales de los 70. Pero aún siendo unas memorias, este libro no puede entenderse como una autobiografía al uso, sino más bien como un profundo ejercicio de autoaceptación personal, un retrato en absoluto complaciente de su doble condición de hombre y escritor, si es que ambas facetas pueden separarse. Por eso Menchén utiliza la franqueza absoluta y dolorosa de un espejo, sin pudores ni máscaras, a veces incluso ejerciendo una crueldad excesiva sobre sí mismo, alejándose de esta forma del tono generalmente ególatra y ufano que transita por el género autobiográfico español. Diríase que Menchén hubiera pretendido alcanzar, a través de las palabras, alguna especie de redención para con algunos momentos decisivos de su vida, una vida marcada por su identidad sexual y por su vocación artística. Exigente al máximo consigo mismo (puede tardar años en revisar un libro suyo, por ejemplo), también lo es a la hora de evocar algunas de las personas que le acompañaron en aquellos años de tardofranquismo, transición y primera democracia. No escatima detalles al hablar de sus difíciles relaciones con el padre o el hermano, al explicar sus amoríos más o menos furtivos en un tiempo de tímida emancipación sexual, o al opinar sobre personajes que trató en esos años, como Umbral o el pintor de la generación del 27 Gregorio Prieto, con quien mantuvo una extraña relación de amor-odio que ocupa un capítulo entero.
            Alguien podría pensar, malévolamente, qué interés puede tener la vida de un escritor homosexual poco conocido. En mi opinión, cualquier existencia vivida con intensidad tiene interés, por anodina que parezca. Y la de Pedro Menchén, salvando sus características intransferibles, viene a representar la vida misma de muchas personas que durante los difíciles 60 y 70 lucharon por escapar de la mediocridad circundante y por hacer valer su condición sexual como un ejemplo de normalidad. Al mismo tiempo, Menchén nos va contando la evolución de su carrera literaria, paralela a la de su madurez. El resultado es un fresco transparente y ágil de unos años que parecen muy lejanos y que, sin embargo, forjaron buena parte de la España de hoy, para bien y para mal. Menchén fue testigo lúcido de ello, aunque en un voluntario y discreto segundo plano. Quizá a él le bastó así, y así lo cuenta, sin colgarse medallas ni inventar batallitas, lejos de la hagiografía y los oropeles, con tierna humanidad y sinceridad desgarradora. Un libro, pues, decididamente entrañable.          

sábado, 23 de marzo de 2013

La sombra de Delibes es alargada


            Todo cuanto yo sabía de Miguel Delibes hace unos 30 años es que había nacido en Valladolid en 1920 y que era catedrático de Derecho Mercantil. Y esos datos biográficos no eran debidos a mi condición de buen estudiante, sino más bien al contrario. Aquello llegué a aprenderlo de memoria gracias a un castigo por desaplicado consistente en copiar varias veces el texto que figuraba junto a un fragmento de  “La sombra del ciprés es alargada” en el libro de Lenguaje de quinto curso. Maravillas de la pedagogía de pandereta de fines de los 70. Recuerdo la foto de Don Miguel, sonriente, con unas gafas neandertales de pasta negra que le daban un aire de Rompetechos ilustrado. Esa fue la primera vez que oí hablar del maestro.
            Tuvieron que pasar varios años más para que Delibes regresara a mi vida, ya de forma placentera. Pero debo confesar que, al principio, su prosa me resultaba complicada. Y no lo era en realidad, únicamente ponía al descubierto mi frágil conocimiento del castellano más puro, aquel que Don Miguel había recogido en sus largas conversaciones con pastores, lugareños y cazadores de la ancha Castilla. Sólo mucho después pude calibrar la maravilla de aquel lenguaje condenado a la extinción, comprender que las palabras del maestro nacían del mismo surco de la tierra, abonadas por su imaginación y su comprensión infinita del alma humana. Nadie como él (a lo sumo, quizá, el primer Aldecoa) supo retratar con tanta humanidad y ternura a las gentes de a pie, a los humildes, a los aparentemente anodinos. Ni nadie supo como él describir el mundo rural, el campo y sus pobladores con la visión agridulce, nunca bucólica, del mejor paisajista. Quizá porque Don Miguel se sentía parte de ellos, o la voz de todos ellos, alejado de oropeles intelectuales. Le gustaban las cosas sencillas, como salir al campo al amanecer, escopeta al hombro, o pescar en el río que pasaba junto a su caseta de veraneo en Sedano, un pueblecito de Burgos donde se aislaba de todo y en el que aún hoy le recuerdan con cariño.
            Cada año desde 2002 suelo releer las cartas entre Delibes y Josep Vergés, su editor de toda la vida y dueño de la editorial Destino, que se publicaron por entonces en un tomo. Abarcan desde 1948, año en que el escritor obtuvo el Nadal y editó su primer libro, hasta los años 90. Aparte de ser la crónica de una amistad extendida en el tiempo (impensable hoy entre un escritor y un editor), su correspondencia mutua ofrece, más allá de asuntos puramente contables o mercantiles, un testimonio de primera mano sobre el Delibes íntimo, el Delibes padre de familia (numerosa), el profesor querido y el periodista entusiasta. Y por supuesto, el retrato del Delibes narrador, siempre dudoso de la calidad de su obra. Asistimos a la génesis de algunas de sus novelas más famosas, comprobamos la humanidad infinita de un hombre bueno y sencillo que apenas tiene palabras negativas para nadie, que ayuda desinteresadamente a cuantas personas se lo piden y que, escondido continuamente tras el argumento de una imaginaria falta de aptitudes, se convierte en un ser autoexigente y perfeccionista con su trabajo. Emociona ver cómo el gran escritor cae constantemente en su recurrente miedo a estar acabado como narrador. Pasamos por su repentina viudedad, que acepta con una entereza escalofriante, por sus viajes a universidades de EEUU, por sus gestiones encaminadas a  ayudar a conocidos y amigos que atraviesan por momentos malos (Umbral, César Alonso de los Ríos, Alarcos…) o por simples anécdotas familiares.
La lectura repetida de estas cartas me ha ayudado siempre a mantener la humildad frente a la vanidad intrínseca que va ligada a todo oficio de creación. Para mí es un libro de cabecera, que recomiendo a todos los escritores. No cabe mejor maestro en el arte de la sencillez y la bondad que Miguel Delibes.
Umbral decía de él que cuando iba a Madrid parecía un provinciano que fuera a hacer un recado o al médico, apresurado por volver a su lugar. Y su lugar era Valladolid, de donde no quiso marchar ni cuando le ofrecieron dirigir El País. La ciudad no le gustaba. Algunos modernos han salido luego diciendo que su prosa es de otro tiempo. Hay que ser muy lerdo para no ver que su lenguaje cristalino es una lección suprema de buen castellano y que sus criaturas, con sus miserias y afanes, tienden a la intemporalidad. Hombre achacoso, con una mala salud de hierro, el abuelo sabio y generoso que todos hubiéramos querido tener, el vallisoletano nos lega un puñado de personajes inolvidables, llenos de ternura y soledad, que forman parte ya de la historia literaria: Daniel el Mochuelo, Paco el Bajo, Lorenzo el Cazador, la Desi, el señor Cayo… Y algunas de las mejores novelas del siglo XX.
Ya no habrá más perdices rojas ni más truchas en el zurrón terrenal de Don Miguel. Pero las muestras de admiración unánimes que se han visto estos días en torno a su persona, incluso en gentes que jamás han leído un libro suyo, dicen mucho del hombre bonachón y amable que fue. A buen seguro, donde quiera que vayan los verdaderamente grandes, el viejo cazador habrá encontrado ya su coto.  

jueves, 24 de enero de 2013

Homicidios Involuntarios


La pregunta que debemos hacernos es esta: ¿es posible imaginar la historia de una asesina en serie que no posea maldad ninguna? Parece casi contradictorio, pero la madrileña Isabel Camblor lo ha hecho en su última obra, galardonada con el Premio Internacional Ciudad de Barbastro de Novela Corta 2012. Y yo podría afirmar que se trata de la crónica de una depresión y quedarme tan ancho, pero sería sin duda una visión parcial e incompleta.
Memoria de la inocente niña homicida
Isabel Camblor
Pre-textos, 2012. 194 pág.

En “Memoria de la inocente niña homicida” (título, en mi opinión, quizá demasiado explícito), Elena vive a los siete años un suceso trágico que marcará su vida y sus actos desde entonces. Llegada a la universidad oriunda de un pequeño pueblo, se verá enfrentada a una realidad hostil que chocará con su natural candor y que la obligará a levantar lentamente un muro de contención mental del que no hay salida posible. Pero tras ese adarve propio la lógica funciona de manera espontáneamente autónoma, justificando cualquier acto que esté encaminado a mantener ese equilibrio interior. Por eso, pese a las punibles acciones que Elena irá desplegando, la protagonista no deja de caernos simpática, moviéndonos a la ternura y a la sonrisa, a la lástima y al escalofrío.
Escrita con un estilo sencillo y directo, no exento de humor agridulce, en el que se pueden rastrear influencias lejanas y variopintas que podrían ir desde los niños tontos de Matute a los hermanos gemelos de Kristof, Isabel Camblor (no en vano con un master en Psicología Clínica) ha sabido trazar en su libro el retrato oscuro de una psicopatía compleja, gestionada por su protagonista desde una inocencia e ingenuidad aplastantes.
En el fondo asistimos a la historia de una huida hacia delante, a una evasión de la realidad, de la locura, quizá de la verdad. Y lo mismo que le sucede a Don Quijote cuando al final recupera la lucidez por un momento, la imposición terrible de lo evidente llevará a Elena a su particular caída. Una novela, pues, sobre nuestros más íntimos y acendrados abismos interiores.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Kafka tiene los ojos tristes


Kafka a los 27 años
            Como la mayor parte de la gente, lo primero que leí de Kafka fue “La metamorfosis”, hará unos veintitantos años. Tras el boinder de casa, el otoño isleño comenzaba a teñir los campos con el óxido caduco de la estación. Recuerdo aquellas tardes lentas, palpitantes de relojes, ansiosas de primeras lluvias, que un amor imposible había contribuido a llenar de una vaga melancolía. Pero el libro que me descubrió realmente a Kafka aquel otoño juvenil fue “Frank Kafka. Imágenes de su vida” de Klaus Wagenbach, uno de los mayores expertos mundiales en la obra del autor de Praga. La edición, una verdadera joya bibliográfica, la había sacado Círculo de Lectores en 1988 y más que una biografía al uso se trataba de una magnífica obra iconográfica, un gran álbum familiar y personal con más de 500 fotos de época, no sólo de Kafka sino también de sus amigos, de las personas que lo trataron, de las mujeres que amó, de los lugares que visitó, de los senderos que frecuentó o las veredas de ríos en cuyas orillas se sentó, de las casas en que vivió y los edificios en que trabajó, de sus manuscritos y ediciones, de la vida cotidiana -industrial y rural- de la Praga de su tiempo. El recorrido (personal, social e histórico) era tan espectacular que en sus páginas no faltaba el más mínimo detalle referente al autor o a su entorno. Y era de tal modo así que al acabar el libro uno tenía la rara sensación de haber conocido en persona al propio Kafka, de haber vivido por unos días junto a él y los suyos logrando descodificar muchos de los secretos de su obra, y de haber emprendido al mismo tiempo un fantástico viaje a través de los frondosos bosques, los largos puentes y las serpenteantes calles del viejo Reino de Bohemia.
            En realidad, como todos los autores complejos, Kafka únicamente ambicionaba una vida normal, pero su incapacidad para lograrlo y la aparición de la tuberculosis a los 34 años malograron ese deseo. El escritor no pudo ni supo llevar a cabo cuanto se esperaba de él, todo un Doctor en Derecho, único varón de una acomodada familia de comerciantes judíos. Las aspiraciones sociales de los Kafka toparon con aquel hijo extraño que se empeñaba en escribir y a quien el padre tildaba frecuentemente como el tonto de la familia. Esto produjo en su espíritu frágil una frustración palpable en todas sus obras. El final casi feliz de “La metamorfosis” es muy significativo a este respecto, cuando la familia de Gregorio Samsa, apenas triste por la muerte de éste, pone todas sus esperanzas en la hija. En realidad Kafka no hacía sino retratarse a sí mismo. De igual manera ocurrió en su vida sentimental. El autor estuvo prometido varias veces con la misma mujer, pero en el fondo sabía que la enfermedad hacía imposible la tentativa matrimonial y rompía una y otra vez el compromiso mientras sus tres hermanas se iban casando. Por tanto, todo en la vida de Kafka (y de un modo especial en su obra) es una lucha contra el engranaje hostil en que el ser humano se ve atrapado, aunque otros han pretendido ver también una terrible anticipación de la locura nazi (después de todo, sus tres hermanas fueron asesinadas en Auschwitz años después de su muerte). 
            En una carta a su eterna prometida, Felice Bauer, Frank Kafka se refiere a sus propios ojos como los de un demente, aunque se justifica aludiendo al deslumbramiento del fogonazo de magnesio. En muchas de esas fotografías sepia es frecuente ver a Kafka sonriendo, dueño de una peculiar ironía que se asoma constantemente en sus obras, aunque sus ojos destilen la tristeza del enfermo y del incomprendido. Él fue las dos cosas, no sé en qué orden, aunque eso es lo de menos. Como su contemporáneo Pessoa, llevó una vida irrelevante de oficinista y fue un escritor poco menos que secreto aunque, a diferencia del poeta luso, Kafka publicó algunos libros y, contrariamente a lo que algunos creen, fue una persona bastante sociable. No obstante no logró nunca que el muro de libros del que hablaba Canetti se transformara en puente hacia los otros. Pronto advirtió que, en realidad, nadie le comprendía. Y eso incluía a su familia y a su novia Felice, mujer sencilla y convencional, deseosa de matrimonio e hijos. Ni tan siquiera su más íntimo amigo, el también escritor Max Brod (que durante años fue la referencia más directa para indagar en el mundo kafkiano), logró penetrar completamente en el complejo andamiaje psicológico del autor de La condena.
            Según algunos de los más reputados estudiosos de Kafka, sólo hubo en su vida una persona que consiguió entender de una manera íntima y plena los mil recovecos oscuros del alma atormentada del escritor: su traductora al checo, Milena Jesenská.
            Milena vivía en Viena y era una mujer fascinante, inteligente y avanzada a su tiempo, de la que Kafka quedó prendado al instante. De entrada resultaba un amor imposible, puesto que Milena no era judía y estaba casada. Aún así su affaire, con algunos breves encuentros furtivos, duró unos dos años y generó una de las obras epistolares más bellas de la historia de la literatura, las inolvidables “Cartas a Milena”, que leí también por esa época.                      
            En mi opinión hubo una segunda persona que logró entender muy bien a Kafka y de la que, en cambio, se ha hablado y escrito muy poco. Se trata de la última compañera sentimental del escritor, Dora Diamant, la mujer que estuvo a su lado, cuidándolo, en las postrimerías de su vida. Durante muchos años apenas se supo nada de ella. Circe publicó no hace mucho una biografía sobre Dora que esclarecía en parte el misterio de su silencio.
            Respecto a su prosa, no puede decirse que Kafka fuera un estilista. Su estilo es generalmente embarullado, y en ocasiones abrupto. Tampoco era un escritor de gran facilidad. Una y otra vez, como atestiguan sus cartas, abandonaba el manuscrito en que trabajaba y volvía a él más tarde, lleno de dudas y prejuicios. A Kafka, en realidad, la forma no le importaba demasiado, puesto que para él lo esencial era el contenido. Este podía rondarle en la cabeza meses o años, hasta hacerse obsesivo. Escribía en cuadernos escolares, que llenaba de notas y dibujos, generalmente de noche.
            Kafka fue en vida un autor sin éxito. Muchas de sus primeras ediciones, siempre de tirada reducida, tardaron años en agotarse. Del deseo de que a su muerte destruyeran todos sus manuscritos (algo que Brod, su albacea, no cumplió, salvando así obras imprescindibles como “El Proceso”, “América” o “El castillo”) nació el mito del desinterés de Kafka por publicar sus obras. Existen pruebas de que no fue realmente así, aunque su caprichosa leyenda quiso hacernos creer lo contrario.
            En cuanto a aquel lejano otoño de desamores, acabó pasando igual que un sarampión molesto. Se quedaron los libros, aquellos en los que hoy vamos leyendo nuestra propia vida, y desde entonces Kafka ha vivido conmigo, entre la corte de fantasmas que puebla mi biblioteca. Allí, desde el balcón suicida de las fotografías, sus ojos me siguen mirando. Pero he dejado de preguntarme ya por su tristeza, porque hoy sé bien que se trata de la añeja y dulce pena de quien hizo del absurdo su poética y su fe, logrando descifrar el código mismo de la existencia.        

sábado, 27 de octubre de 2012

La soledad del esbirro

"La Deuda" Felipe Hernández
Sloper, 2012, 299 pág.
         Felipe Hernández, afincado en Mallorca desde hace años, es uno de los más extraños casos de honestidad literaria de las letras recientes. A fines de los ochenta inició una sólida carrera como escritor, avalada por diversos premios y fervorosas palabras de la crítica, pero tras cinco novelas (la última aparecida en 2002) el autor se sumió en un largo y voluntario silencio creativo motivado por una crisis personal y por la asumida concienciación de que no todo es válido para ponerse a escribir, una aptitud de la que podrían aprender algunos incontinentes de la letra impresa que llevan años repitiéndose como el ajo. Dedicado a su faceta paralela de músico, finalmente, y con el nombre de Philip Meridian, reapareció en 2011 con el poemario “Un corazón de noche” (Sloper), su primera incursión poética desde 1981. La misma editorial Sloper ha aprovechado para reeditar ahora una de sus mejores novelas, “La Deuda” (publicada originariamente en Planeta en 1998), y cuyo título no deja de ser irónico en el actual panorama económico en que se ve sumido ahora el país.
            De entrada debemos hacer una afirmación rotunda: “La Deuda” es una extraordinaria novela. Cuando uno dedica parte de sus esfuerzos a reseñar libros, toparse con una obra de tales características entre tantos mamotretos prescindibles le llena de gozo, ese mismo gozo que nos embargó como lectores en los tiempos ya lejanos (ay) de los descubrimientos.
            La trama se inicia como un argumento de novela negra: Andrés Vigil, un hombre pusilánime que pierde su trabajo, contrae una deuda con un prestamista para comprarse un violoncelo, instrumento que acabará siendo el símbolo mismo de la frustración. Pero cuando Vigil acude a la oficina del usurero se topa con una sorpresa inesperada, puesto que un extraño personaje llamado Alejandro Godoy no sólo cancelará su deuda pendiente sino que se convertirá desde entonces en un acreedor mucho más terrible e implacable. De este modo, lenta pero firmemente, la novela va convirtiéndose en un perfecto engranaje psicológico que sobrepasa con mucho los límites normales del género negro para transformarse en una asfixiante parábola sobre el poder y el despotismo, la locura y la falta de voluntad, y al tiempo en una aún más terrible visión de los abismos interiores.
            Felipe Hernández posee una sorprendente capacidad para penetrar en los recodos más oscuros del alma humana, con una precisión casi forense que nos deja sin aliento y nos tatúa a fuego el miedo más elemental. La demencia a la que sucumbe la mente privilegiada de Godoy, y la incapacidad de Vigil para dirigir su propio destino, conforman una tensión narrativa de tintes kafkianos, de inesperadas consecuencias, que bien podría interpretarse como una brutal alegoría de los totalitarismos y de esa especie de Síndrome de Estocolmo que acaba padeciendo resignadamente la sociedad.
            Catorce años después, “La Deuda” no sólo mantiene intacta su actualidad y su interés sino que se muestra muy por encima del nivel medio habitual de la novelística española de estos últimos tiempos. Sólo la miopía congénita y la falta total de criterio de un amplio sector de nuestra industria editorial podrían explicar que un narrador del talento de Hernández sea hoy un autor casi secreto. Pero también tengo la certeza de que la secta de lectores que le adoramos no hará sino crecer con el tiempo.