El responsable del café

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(Mahón, isla de Menorca,1970). Desde muy joven he venido ejerciendo el columnismo y la crítica literaria en numerosos medios, obteniendo en 1994 el premio Mateo Seguí Puntas de periodismo. Actualmente soy colaborador de la revista Librújula (Premio Nacional al Fomento de la Lectura, 2023). Poeta oculto, como narrador he publicado las novelas "En algún lugar te espero" (accésit del Premio Gabriel Sijé, 2000. Reeditada en ebook en 2020, Amazon), "Hospital Cínico" (2013) y "Summertime blues" (finalista del premio Ateneo-Ciudad de Valladolid, 2019); y los libros de relatos "Las espigas de la imprudencia" (Bcn, 2003) , "Domingos buscando el mar" (Premio Café Món de Narrativa, 2007) y "Sopa de fauno" (2017). En el año 2019 apareció el recopilatorio de artículos sobre literatura "Libros dedicados". He obtenido un puñado de premios y menciones en certámenes nacionales de cuento y algunos de mis relatos figuran en varias antologías. Desde 2002 vivo y escribo en Hospitalet de Llobregat.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Volverás a Comala

Contados han sido los escritores que, como Juan Rulfo, escribieron tan poco a lo largo de su vida y sin embargo vieron con sorpresa cómo se incrementaba su fama y también el modo en que sus lectores se iban relevando década tras década con el entusiasmo creciente de una cofradía entregada a la adoración más absoluta. Cuanto más tiempo pasaba sin aparecer otra obra maestra del mexicano, eternamente demorada, más crecía su leyenda y más se exaltaba su incuestionable importancia en las letras del siglo XX. En realidad, tras dos obras prácticamente insuperables, Rulfo no tenía ninguna intención seria de seguir escribiendo. Su caso es uno de los más ejemplarizantes de lo que se ha venido llamando “síndrome bartleby”, nombre acuñado por Vila-Matas para referirse a esos escritores que, de pronto y por las buenas, dejaron de escribir para siempre.
Las historias en torno al repentino silencio de Rulfo son muchas y él mismo contribuyó a alimentarlas. Que si se había muerto el tío Celerino, el que le contaba las historias; que si se le había apagado la llamita; que si había perdido las ganas… Y así anduvo, entre excusas y mentirijillas para que le dejaran en paz, desde el año 1955 en que se publicó su primera y única novela “Pedro Páramo”, una de las cumbres de la novelística hispanoamericana de todos los tiempos. El libro de relatos “El llano en llamas” (1953) y unos pocos guiones cinematográficos completaban su exigua obra.
Durante años él mismo habló de la escritura de una nueva novela (La cordillera) que debía romper su largo mutismo y confirmarle definitivamente como el mejor escritor latinoamericano de su tiempo. Se aguardó en vano: no sólo no se publicó nunca, sino que tras su muerte (en 1986) no se halló ni rastro de ella.
Siempre he pensado que Rulfo se quedó atrapado en su Comala y no supo salir. O no quiso. Los muertos eran lo suyo y lo retenían a su lado. Consciente de haber creado dos obras maestras con treinta y pocos años, al autor le daba mucha pereza tener que cumplir las expectativas que público y crítica esperaban de él. Hombre tendente al hastío vital, aficionado al alcohol y a la melancolía, no obstante siguió intentado escribir una nueva obra (según algunos amigos y testigos cercanos), pero su autoexigencia le impidió quedar satisfecho, prefiriendo no hacerlo, no publicar, como el personaje de Melville.
En realidad a Rulfo no le entusiasmaba demasiado escribir, lo pasaba mal en ese trance. A él lo que realmente le gustaba era contar, inventar historias. Escribirlas era un suplicio por el que no siempre estaba dispuesto a pasar. Y, aunque cuando no le apetecía hablar podía ser el hombre más críptico y moroso (baste de muestra ver la histórica entrevista que el gran Soler Serrano le hizo en los 70 para el mítico programa de TV “A fondo”, donde apenas logró que se soltara a hablar), lo cierto es que en un ambiente de amigos Rulfo gustaba de contar historias. Era un entusiasta narrador oral, y precisamente en la tradición oral estaba el germen de su obra. Una lectura atenta de “Pedro Páramo” confirmaría mi afirmación, puesto que la novela carece de linealidad temporal, va y viene, se demora en meandros, es tan errática como una historia narrada de viva voz por un anciano frente al fuego. Todo en la novela da la sensación de haber sido transcrito directamente de una voz narradora, una voz que, como en las historias orales, se entrega a los saltos temporales y a las analepsis sin ningún pudor ni pulcritud formal. Eso explicaría la rara manera en que está contada la historia de “Pedro Páramo”, un libro que, aún así, sigue poseyendo un extraño poder de fascinación que no mengua con los años y en el que no se describe la realidad, sino que ésta es recreada.
Octavio Paz dijo, acertadamente, que en la obra rulfiana la visión del mundo era, en realidad, la visión de otro mundo. En “Pedro Páramo”, una novela de apenas 120 páginas, no podía ser de otra forma. El mítico territorio literario de Comala, el pueblo fantasma en el que incluso Juan Preciado, el falso narrador, es un difunto sin saberlo, se extiende como parábola universal del propio mundo. Comala es, en el fondo, el mundo mismo en que vivimos, un mundo en el que se exalta y se venera a los muertos, junto a los que convivimos desde el albor de los tiempos. El recuerdo de los que marcharon, su presencia en cada objeto, frase, retrato u obra, nos rodea con un peso mayúsculo. Los muertos están por todas partes, están en nuestra vida con mayor protagonismo que muchos vivos. La mayoría de los grandes libros que leemos fueron escritos por personas que ya murieron. La mayoría de la música, la pintura, las películas, las casas en las que vivimos, los árboles que nos cobijan, las iglesias, son obras de gentes que ya no están, fantasmas que de algún modo siguen ahí, como los personajes errabundos de Comala.
Quizá sea por eso que cada vez tengo menos dudas ante el interrogante de si no seremos todos habitantes de ese pueblo de aparecidos y difuntos que es la Comala de Rulfo. Cada vez que retorno a la isla ese mismo verbo, retornar, adquiere para mí su expresión más amplia. Retorno, sí, al pasado, incluso a lo perdido. El mero espejismo del tiempo, al que la isla entera parece impermeable, es una verdad a medias, casi un lenguaje funcional contra la locura. Y en el más pueril rincón me asolan los espectros que siempre van conmigo y son ya parte de mí, los recuerdos inmarchitables que varan –como una barca ancestral- este presente nunca poseído, este presente de todos nosotros que nada es sino un ensayo torpe de la vida, un argumento más para que el pasado nos muestre que todo permanece de algún modo intacto, que nada arde ni perece por completo en los días plagiados y llenos de luz de la isla.
Vivimos y existimos en una Comala interior cuyo fin de recorrido, como le sucede al personaje de “Pedro Páramo”, no es sino la muerte. Pero no sólo respecto a nuestra propia finitud irremediable, sino también en cuanto a la caducidad de todo lo que nos rodea: paisajes, personas, cosas, bagatelas que componen nuestro paseo por la calle principal de este pueblo sin salida donde únicamente quedan marañas, visiones y mentiras a las que se aferra la mente cuando la vida empieza a alargar nuestra sombra.

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