Cuando cada año aparecen los índices de lectura de los españoles para arrojar como un insulto cifras pesimistas, me da por pensar que el problema radica en que mucha gente jamás navegó por los lejanos mares del sur, por el Mar del Coral o el de la China Meridional, embarrancando en Samoa o en Tasmania; nunca se enamoraron de la rubia princesa de isla de Thule ni lucharon junto a los bravos piratas de Malasia. Algunos tuvimos otra suerte. Los niños de mi generación pudimos conocer todas esas tierras incógnitas o remotas, fantasear con mil aventuras en unos parajes que no sabíamos ni dónde estaban, salvo en las páginas de aquellos tebeos ilustrados (300 ilustraciones a todo color, rezaba en la portada) que por el módico precio de 35 pesetas la antigua Bruguera publicó durante años con el nombre de “Joyas Literarias Juveniles”. Verne, Stevenson, Defoe, Capitán Marryat, Poe, Twain, Salgari, Dickens, y con ellos hasta más de cien títulos imperecederos de la letras universales, especialmente del género de aventuras. Literatura traducida a imágenes, atlas multicolor de un universo mágico y lleno de historias, la primera piedra fundamental hacia el mundo del lector adulto que luego algunos fuimos.
Pese a lo que se dice, estoy convencido de que no faltan lectores. Lo que falta son tebeos, aquellos tebeos de hace 40 años que luego acababan transformándose en libros. En algunos de esos libros se combinaba inteligentemente el texto y la viñeta, de modo que podían leerse de las dos maneras evitando que el cambio a un formato más largo resultara drástico. Recuerdo perfectamente el primer libro que leí en mi vida, en ese estilo: El Corsario Rojo de Fenimore Cooper. Luego, La Flecha Negra, de Stevenson y Las Aventuras de Tom Sawyer de Twain. Eran libros pero al mismo tiempo eran tebeos. También fui, como tantos entonces, un frecuentador del tebeo patrio: El Capitán Trueno, El Jabato, El Corsario de Hierro. Sólo más tarde vinieron Astérix, o Tintín.
A los 6 años me vi obligado que guardar cama durante tres largos meses. Creo que aquellos días determinaron mi futura condición de lector empedernido. Mi lecho se transformó en el buque con el cual llegué a los mares del sur, enfebrecido entre tebeos y supositorios. Una vecina me prestó toda la colección, desde el primer número, de El Capitán Trueno, que sus hijos mayores ya habían leído mil veces. Junto al Capitán y sus amigos recorrí el mundo y no sólo supe de la amistad o la lealtad, sino también de la villanía y las traiciones. El Capitán Trueno era una anacronía feliz en mitad del gris tardofranquismo, azote de malvados y paladín de la bella princesa Ingrid, a la postre rubia y de ojos azules, lo cual era tan poco común entonces que todavía la hacía más lejana, casi tanto como la isla de la que procedía, la misteriosa Thule. Ignoraba entonces, claro, que detrás de aquellas aventuras inolvidables estaba el dibujante Ambrós y el gran escritor catalán Víctor Mora. Quién iba a decirme a mí que muchos años después tendría la suerte de conocer y charlar con Mora, de cuya mente salieron todos aquellos héroes y algunas de las míticas geografías que poblaron nuestra infancia. Cuando me lo presentaron, una barcelonesa tarde de verano, no podía creérmelo. Aquel hombre prematuramente envejecido por la enfermedad y las disputas legales (durante años batalló por recuperar los derechos de sus antiguas creaciones para Bruguera) seguramente jamás había navegado por las islas del Pacífico ni nada parecido. Sin embargo, desde su mesa humilde de trabajo, al amparo de la calderilla que le pagaba la editorial, hizo soñar a varias generaciones, nos evadió hacia rincones recónditos y salvajes del globo y nos hizo más libres que las revoluciones clandestinas en que andó metido en su juventud de militante comunista. Nunca podremos pagárselo bastante.
Pero los tiempos y los gustos cambian. Hoy los niños ya no leen tebeos ni buscan en un mapa la localización imposible de la isla de Thule. Se impone el Manga en el mejor de los casos, una tendencia de puro diseño pero de general pobreza argumental. A veces ni eso: unas pantallas virtuales sustituyen aquellos lejanos paraísos, para siempre –ahora sí- perdidos. O casi. Viven en la mente de los que crecimos con ellos y ponen de evidencia el gran vacío existente hoy a la hora de fomentar futuros lectores. No seré yo, pues, quien critique el boom de libros como la serie de Harry Potter. Los prefiero a que ningún niño lea. Pero esa debería ser sólo una de las muchas opciones. Por fortuna el mundo de la literatura está repleto de maravillosos libros que jamás pasarán de moda. Hoy son clásicos, como lo son las “Joyas Literarias Juveniles” o El Capitán Trueno. Ediciones B, consciente de ello, está reeditando las añejas ediciones de Las Joyas y lleva algunos años haciéndolo también con los álbumes de El Capitán, del que en la actualidad se está preparando una película.
Nunca la nostalgia había sido tan rentable, seguramente. Pero los viejos héroes y las historias de siempre jamás mueren, porque en el fondo nada cambia en la mente soñadora de un niño: la isla desabitada, el náufrago, los indígenas con cara de pocos amigos, la princesa rubia... Y la eterna aventura de la imaginación dispuesta para volver a comenzar.
2 comentarios:
A veces tengo una terrible nostalgia de los tiempos en que era necesario perderse en una biblioteca a desempolvar viejos volúmenes para descubrir los misterios de tierras lejanas. Eran libros preciosos, y sobre todo, qué emoción al tocarlos e introducirse en sus historias. A mí, se me ponía la piel de gallina!
Así, es, esos libros y esos tebeos nos hicieron lectores.
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