Todo
cuanto yo sabía de Miguel Delibes hace unos 30 años es que había nacido en
Valladolid en 1920 y que era catedrático de Derecho Mercantil. Y esos datos
biográficos no eran debidos a mi condición de buen estudiante, sino más bien al
contrario. Aquello llegué a aprenderlo de memoria gracias a un castigo por
desaplicado consistente en copiar varias veces el texto que figuraba junto a un
fragmento de “La sombra del ciprés es
alargada” en el libro de Lenguaje de quinto curso. Maravillas de la pedagogía
de pandereta de fines de los 70. Recuerdo la foto de Don Miguel, sonriente, con
unas gafas neandertales de pasta negra que le daban un aire de Rompetechos ilustrado. Esa fue la
primera vez que oí hablar del maestro.
Tuvieron
que pasar varios años más para que Delibes regresara a mi vida, ya de forma
placentera. Pero debo confesar que, al principio, su prosa me resultaba
complicada. Y no lo era en realidad, únicamente ponía al descubierto mi frágil
conocimiento del castellano más puro, aquel que Don Miguel había recogido en
sus largas conversaciones con pastores, lugareños y cazadores de la ancha Castilla. Sólo
mucho después pude calibrar la maravilla de aquel lenguaje condenado a la
extinción, comprender que las palabras del maestro nacían del mismo surco de la
tierra, abonadas por su imaginación y su comprensión infinita del alma humana.
Nadie como él (a lo sumo, quizá, el primer Aldecoa) supo retratar con tanta
humanidad y ternura a las gentes de a pie, a los humildes, a los aparentemente
anodinos. Ni nadie supo como él describir el mundo rural, el campo y sus
pobladores con la visión agridulce, nunca bucólica, del mejor paisajista. Quizá
porque Don Miguel se sentía parte de ellos, o la voz de todos ellos, alejado de
oropeles intelectuales. Le gustaban las cosas sencillas, como salir al campo al
amanecer, escopeta al hombro, o pescar en el río que pasaba junto a su caseta
de veraneo en Sedano, un pueblecito de Burgos donde se aislaba de todo y en el
que aún hoy le recuerdan con cariño.
Cada
año desde 2002 suelo releer las cartas entre Delibes y Josep Vergés, su editor
de toda la vida y dueño de la editorial Destino , que se publicaron por entonces
en un tomo. Abarcan desde 1948, año en que el escritor obtuvo el Nadal y editó
su primer libro, hasta los años 90. Aparte de ser la crónica de una amistad
extendida en el tiempo (impensable hoy entre un escritor y un editor), su
correspondencia mutua ofrece, más allá de asuntos puramente contables o
mercantiles, un testimonio de primera mano sobre el Delibes íntimo, el Delibes
padre de familia (numerosa), el profesor querido y el periodista entusiasta. Y
por supuesto, el retrato del Delibes narrador, siempre dudoso de la calidad de
su obra. Asistimos a la génesis de algunas de sus novelas más famosas,
comprobamos la humanidad infinita de un hombre bueno y sencillo que apenas
tiene palabras negativas para nadie, que ayuda desinteresadamente a cuantas
personas se lo piden y que, escondido continuamente tras el argumento de una
imaginaria falta de aptitudes, se convierte en un ser autoexigente y
perfeccionista con su trabajo. Emociona ver cómo el gran escritor cae
constantemente en su recurrente miedo a estar acabado como narrador. Pasamos
por su repentina viudedad, que acepta con una entereza escalofriante, por sus
viajes a universidades de EEUU, por sus gestiones encaminadas a ayudar a conocidos y amigos que atraviesan por
momentos malos (Umbral, César Alonso de los Ríos, Alarcos…) o por simples
anécdotas familiares.
La lectura repetida de estas cartas me
ha ayudado siempre a mantener la humildad frente a la vanidad intrínseca que va
ligada a todo oficio de creación. Para mí es un libro de cabecera, que
recomiendo a todos los escritores. No cabe mejor maestro en el arte de la sencillez
y la bondad que Miguel Delibes.
Umbral decía de él que cuando iba a
Madrid parecía un provinciano que fuera a hacer un recado o al médico,
apresurado por volver a su lugar. Y su lugar era Valladolid, de donde no quiso
marchar ni cuando le ofrecieron dirigir El
País. La ciudad no le gustaba. Algunos modernos han salido luego diciendo
que su prosa es de otro tiempo. Hay que ser muy lerdo para no ver que su
lenguaje cristalino es una lección suprema de buen castellano y que sus
criaturas, con sus miserias y afanes, tienden a la intemporalidad. Hombre
achacoso, con una mala salud de hierro, el abuelo sabio y generoso que todos
hubiéramos querido tener, el vallisoletano nos lega un puñado de personajes
inolvidables, llenos de ternura y soledad, que forman parte ya de la historia
literaria: Daniel el Mochuelo, Paco el Bajo, Lorenzo el Cazador, la Desi, el
señor Cayo… Y algunas de las mejores novelas del siglo XX.
Ya no habrá más perdices rojas ni más
truchas en el zurrón terrenal de Don Miguel. Pero las muestras de admiración
unánimes que se han visto estos días en torno a su persona, incluso en gentes
que jamás han leído un libro suyo, dicen mucho del hombre bonachón y amable que
fue. A buen seguro, donde quiera que vayan los verdaderamente grandes, el viejo
cazador habrá encontrado ya su coto.
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